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CRÍTICA LITERARIA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

‘El niño’, de Fernando Aramburu: la dificultad de narrar el mundo en ruinas que deja un hijo muerto

El autor de ‘Patria’ novela una tragedia familiar para contar un drama colectivo y real, la muerte de 50 niños en 1980 en una explosión de gas en el colegio de un pueblo vizcaíno

‘El niño’, de Fernando Aramburu
Resultado de la explosión en las conducciones de gas propano de la calefacción del grupo escolar Marcelino Ugalde de la localidad de Ortuella (Vizcaya), que causó la muerte a 50 niños, tres adultos y otras varias decenas de personas heridas. La mayoría de los fallecidos eran alumnos del colegio de los cursos de primer y segundo de EGB.LUIS ALBERTO GARCÍA

En el corazón narrativo de esta novela todo es ausencia. Una ausencia irreparable y clamorosa, la de Nuco, el niño del título, muerto a sus seis años. Fue una de las 50 criaturas que, en 1980, perdieron su vida en una explosión de gas propano en el colegio público Marcelino Ugalde del pueblo vizcaíno de Ortuella. Cincuenta en un pueblo de unos 8.000 habitantes es un inconmensurable desmoche del futuro comunitario y una devastadora inundación de tragedias familiares cuya magnitud escapa a las posibilidades expresivas de la literatura. ¿Cómo se cuenta, cómo se novela algo así? Aramburu ha debido cavilar mucho sobre esta pregunta que hurga en las fronteras de lo literario y su respuesta está implícita y articula El niño: limita el foco a una de aquellas tragedias abordándola como caso y, a la vez, como metonimia de la hecatombe colectiva. Es, en definitiva, el método que ha seguido en el ciclo Gentes vascas, en el que se inscribe esta obra y del que forman parte los cuentos Los peces de la amargura (2006) y las novelas Años lentos (2012) e Hijos de la fábula (2023). Pero si estos tres títulos gravitaban en torno al terrorismo vasco (la fractura y envilecimiento de la sociedad, los orígenes de ETA, el doctrinarismo rebañego de los militantes), aquí el eje se desplaza al infortunio puro e involuntario, el de un accidente que conmociona y destruye cientos de vidas.

La familia que elige Aramburu tiene solo tres miembros, lo que le permite atender las consecuencias de la pérdida en cada uno de ellos: Mariaje, la madre; José Miguel, el padre; y Nicasio, el abuelo. Uno de los riesgos de contar tales consecuencias es el patetismo, la sobrecarga de emociones o, en el peor de los casos, la verbosidad lacrimógena, con sus variantes lírica y dramática, no siempre desafortunadas (baste recordar Mortal y rosa, de Francisco Umbral). Otro, cuando el acontecimiento traumático es real, consiste en hacer prevalecer el artificio literario sobre la representación veraz y respetuosa de lo ocurrido. Hay que decir que Aramburu esquiva ambos peligros y consigue que su relato discurra con sobriedad y decoro sin perder en la maniobra de contención la capacidad para penetrar en el lector y conmoverlo. Para que ello sea así, hay otra decisión técnica importante, la de narrar lo sucedido desde dentro, a través del testimonio de Mariaje, que confía sus recuerdos y emociones al autor, y también desde fuera, a través de un narrador externo que actúa como reportero. La narración oral de la madre se alterna con la más literaria de este que, si bien la complementa y contrapuntea, también se contagia de cierta oralidad (y hasta de algún que otro giro).

El relato discurre con sobriedad y decoro, sin perder con la contención la capacidad para penetrar en el lector y conmoverlo

La historia que esas dos voces van armando, como si añadieran sin prisa las teselas de un mosaico cuyo dibujo solo se revela al final, muestra la expansión de una desdicha que alcanza a todos los que quisieron al pequeño Nuco. Resulta conmovedor el abuelo que, para no enloquecer, resuelve mantenerse mentalmente al lado del nieto muerto, no solo visitándolo a diario en el cementerio sino haciendo de él su interlocutor silente e incluso reproduciendo en su propio domicilio la habitación del nieto. Pero su figura es también la más previsible y sirve de contraste con las de los padres, entregados torpemente (cómo si no) a superar un duelo insuperable.

A esos dos discursos interno y externo, la novela añade un tercero que, en nota inicial, el autor da como prescindible pero que no lo es. Se trata de diez capítulos metaliterarios de palmaria artificiosidad en los que toma la palabra el propio texto como entidad independiente de su creador, un “hermano” menor de otros hijos del autor que “sobrepasan las seiscientas páginas” (Patria o Los vencejos, entre los más próximos). Con esta personificación —cuyo antecedente remoto es la péñola de Cide Hamete Benengeli al final del Quijote— Aramburu alerta de la naturaleza novelesca de su obra, comparte los principios que la han guiado, entre ellos acercar con verosimilitud la desolación sin fondo que provoca la muerte de un hijo, para lo cual es inexcusable la compenetración de lo documentado con lo inventado. Revela el texto que Aramburu se propuso escribir una novela de capítulos breves ceñidos a lo imprescindible, limpios de prolijidades y de “psicologismo empalagoso”, sin una palabra sobrante, y de acuerdo con los datos veraces de la mujer cuyo trasunto es Mariaje y también con sus demandas (que su padre no aparezca como risible y dar su aprobación al texto final). El texto revela también cuándo tuvo que desviarse de esos datos, qué pesquisas hubo y cuáles fueron los resultados, todo ello derivado de la convicción (de Aramburu) de que la materia de su escritura es “la suma de detalles que le permita una representación coherente de vidas ajenas”, lejos a la “responsabilidad historiográfica”.

Hay que agradecerle a este texto chivato y parlanchín todas sus indiscreciones, porque gracias a ellas la novela adquiere una dimensión reflexiva que concierne tanto a las vidas rotas de los personajes como al arte compositivo de la novela. Una dimensión que no estorba la verdad de la tragedia ni mitiga su desgarrón afectivo; casi diría que los acentúa y protege en su inaccesible gravedad. Era difícil novelar sin tonos elegíacos el mundo en ruinas que deja un hijo muerto, pero Aramburu lo ha conseguido.

Portada de 'El niño', de Fernando Aramburu. TUSQUETS EDITORES

El niño

Fernando Aramburu
Tusquets, 2024
272 páginas. 20,50 euros

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