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‘E. T., el extraterrestre’: estaré aquí mismo

Laura Ferrero analiza esta semana el final de la gran obra de Steven Spielberg, que no es una película de aventuras, sino un film para lidiar con la pérdida y la ausencia

Escena final de 'E. T. El Extraterrestre' (1982).
Escena final de 'E. T. El Extraterrestre' (1982).Universal Pictures
Laura Ferrero

Si hay algún sustituto del amor es la memoria. Memorizar, pues, es restaurar la intimidad”. La frase, del poeta Joseph Brodsky, podría pertenecer también a este personaje que procede de una remota galaxia, un personaje que, en su lengua de trapo, renqueante e inocente, señala, con su dedo largo e iluminado en el extremo, la cabeza de un niño llamado Elliott y, a modo de despedida, le promete: “Estaré aquí mismo”. Y con aquí, ese adverbio en ocasiones confuso, hace referencia a la memoria, tan unida a ese otro lugar, el corazón.

En la escena final de E. T., el extraterrestre, de Steven Spielberg, la nave ha regresado a la Tierra para llevarse a E. T. porque existen seres, personas, a los que es necesario dejar ir para que sobrevivan. Ambos, Elliott y E. T., se lanzan ruegos cruzados: el niño le pide que se quede; E. T., que se vaya con él. Pero la infancia de Elliott termina en el preciso instante en que es capaz de dejar escapar eso tan precioso que vivirá, a partir de ese momento, tan lejos y tan cerca, en ese no-lugar al que apunta el extremo iluminado de un dedo larguirucho y marrón.

Steven Spielberg rodó la película para hablar sobre el divorcio de sus padres y, en especial, para abordar la ausencia del padre

A pesar de que gran parte de los niños que la vimos ignoráramos por completo la existencia de un segundo nivel de lectura, E. T., el extraterrestre no es una película sobre aventuras extraterrestres, sino sobre cómo lidiamos con la pérdida y ausencia. Cuando llega el the end, esa pregunta tan infantil pero justificada —¿por qué no se queda E. T. con Elliott?— encuentra su explicación en lo que Steven Spielberg contó después en numerosas ocasiones. Él rodó la película para hablar sobre el divorcio de sus padres y, en especial, para abordar la ausencia de un padre que, como afirma el personaje de Elliott al inicio de la película, está en México con Sally. Pero Sally, claro, no es su madre.

En definitiva: E. T. no se queda con Elliott porque E. T. no es exactamente E. T. Pero eso, claro, explícaselo a un niño.

La literatura y el cine están llenos de padres ausentes y de los ingeniosos artilugios que se construyen los hijos para darles caza, para encontrar palabras que, más que en el blanco, dan un largo rodeo y conforman una mera aproximación. Paul Auster, Karl Ove Knausgård, Renato Cisneros, A. M. Homes, Sharon Olds, Marcos Giralt Torrente, Pilar Donoso, Héctor Abad Faciolince… Las historias son distintas, pero, en la mayoría, a falta de datos decisivos, el relato está cosido de metáforas que revisten una búsqueda no siempre satisfactoria. Y así, Spielberg, para hablar de una ausencia, de un mundo que ha desaparecido, se inventa uno nuevo para darle a Elliott la puerta —la fantasía—, a través de la que pueda recuperarlo.

En La cabeza de mi padre, el libro más reciente que he leído enmarcado en este género tan prolífico de padres ausentes, la escritora mexicana Alma Delia Murillo cuenta el relato del viaje que hace, junto con su madre y sus hermanos, para conocer a su padre, del que solo tiene una vieja fotografía. Desde muy niña, Alma imita a sus hermanos que, cuando deben rellenar un documento escolar, replican la versión materna: el padre ha muerto, así que en la casilla donde se lee “ocupación del padre” simplemente escriben “finado”. La niña que es Alma, sin entender a qué se refiere ese término, lo sustituye por uno parecido y que sí conoce: “refinado”. Así que, en vez de un padre finado, finito y muerto, la escritora lo convierte en un padre elegante, su padre elegante. Al fin y al cabo, el arte existe también para eso mismo, para dar con una estrategia, para hacer el mundo, el nuestro, un poco más habitable.

En una entrevista, le preguntaron a Spielberg si, en E. T., la escena de liberación de las ranas tenía algún significado. Respondió: “Cuando empecé a rodar E. T., pensé que lo que quizá me tocaba hacer era echar el tiempo atrás y conseguir que la vida fuera como debería haber sido. ¿Cuántos niños no desearían salvar las ranas y besar a la niña más bonita de la clase?”.

Pero E. T. no puede quedarse con Elliott. Y conseguir que la vida fuera como debería haber sido es una tarea que ni el cine ni la literatura pueden lograr. Porque es bien sabido que no se puede volver atrás. Lo atestigua el principio de autoconsistencia de Nóvikov, que nos advierte de que todo cambio que hagamos en el pasado tiene que ser consistente con el presente. Y en concreto nos recuerda la más inasumible de las inconsistencias: si al viajar al pasado evitamos que podamos viajar al pasado, eso no nos permitiría viajar hacia el pasado. Así que a pesar de este anhelo imposible, el de conseguir que la vida fuera como debería haber sido, E. T., el extraterrestre no trae de vuelta a un padre al hogar, pero sí al hijo que, a través de una criatura que procede del espacio, comprende que, en realidad, los padres nunca se marchan del todo, tampoco los recuerdos de todas esas vidas que ya no volverán. Estarán aquí mismo.

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