La sabiduría de los árboles, nuevo fenómeno editorial: los brotes verdes que crecen en la literatura
Ensayos, novelas y poemarios, todos los géneros coinciden en devolver a la naturaleza un espacio central en la plaza pública y en el debate cultural
Hubo un tiempo en que la reina indiscutida de muchos pueblos de la península Ibérica, la que presidía las plazas y oteaba desde las alturas los acontecimientos sustanciales, no era otra que la olma verde y vigorosa. Ubicada cerca de la iglesia, su estatura rivalizaba con la torre del campanario. Donde no había templo a la vista, su elegante corpulencia dotaba al espacio de envergadura. Ya fuera verano o invierno, bajo el paraguas frondoso de sus ramas se festejaban bodas, se celebraban juicios, se convocaban concejos. En pocas palabras, se practicaba una forma cercana de democracia asamblearia. La rutina diaria y sus quehaceres giraban en torno al gran árbol, vigía y refugio, hasta el punto de infundirlo de un aura casi mágica, venerable, una cualidad que en ocasiones bordeaba el paganismo a ojos de las autoridades religiosas. Al unísono con la modernidad, en los años treinta del pasado siglo se introdujo la enfermedad de la grafiosis, una pandemia mortífera que en los setenta cobró una actitud especialmente virulenta. Entonces, las plazas se desnudaron casi por completo de aquellos olmos.
Stefano Mancuso: “Hasta hace poco tratábamos a las plantas como objetos, como criaturas no vivientes”
Enclavada en el paseo de Coches del parque del Retiro, la Feria del Libro de Madrid florece cada año por estas fechas rodeada de otros árboles y arbustos: abelias, arces, higueras, pinos y madroños que refrescan y amortiguan la lluvia en el camino entre puestos, cajas por abrir y colas de firmas. Esta edición, la 82ª, la naturaleza no solo escolta las casetas de librerías y editoriales, también las habita: numerosos ensayos, libros de poesía y relatos e incluso novelas recientes tienen como protagonistas a árboles y jardines. Las hojas blancas se han llenado de hojas verdes: las de los olmos perdidos a los que Ignacio Abella devuelve al presente en su monumental ensayo Olmos. La cultura de un árbol venerable (Almuzara), las de árboles de todas las latitudes y épocas pintadas en los poemas de la antología La poesía de los árboles (Nórdica, editada por el mismo Abella) y las de los ejemplares erigidos en protagonistas absolutos de una novela: La tribu de los árboles, de Stefano Mancuso (Galaxia Gutenberg).
Movido por una “pasión e interés desde la infancia”, Ignacio Abella creció deambulando por los hayedos de Urbasa, en Navarra, y los bosques de Somiedo, en Asturias. Dice su biografía que padece la enfermedad mortal del “aburrimiento”. Entre ramas ha encontrado un sentido y una pertenencia. Olmos, su último libro de una lista que incluye títulos como Regreso a los bosques (RBA) y La cultura del roble (Librucos), se antoja una tarea ingente. En él reúne los testimonios de la existencia de centenares de especímenes de olmo que se irguieron en localidades de España y Portugal y otros que aún se conservan, supervivientes de las embestidas de la grafiosis y la tala indiscriminada. En Rapariegos, Segovia, hubo varias olmas “colosales”. Con una “hacían falta más de seis hombres para abrazar el tronco”, y otra era todavía más voluminosa. El que pervive en Navajas, Castellón, es seguramente el más famoso del país: con una altura de más de 19 metros, se cree que fue plantado en 1636, y en 2019 fue votado mejor árbol de España.
Los olmos que ha recopilado Abella en su libro no hablan solo de botánica, sino que remiten a una forma de vida y de socialización que inexorablemente se ha ido diluyendo. Las plazas dejaron de recibir su nombre del árbol y fueron adquiriendo apelativos como del Caudillo y de la Constitución. Las gentes emigraron a las ciudades y los pueblos se quedaron desiertos de árboles y de personas. Ejemplares centenarios e identitarios (no solo de olmo) se talaron porque no se halló hueco para ellos en los nuevos planes de remodelación urbanística. Y el olvido que campaba se fue haciendo asiento. “La pérdida de la memoria yo la explico por lo que llamo el síndrome de la vergüenza del árbol”, apunta Abella por teléfono, mientras pasea. La vergüenza, aclara, de arrancar un trozo de historia. Con la crisis ecológica galopando y muchas localidades sumidas en “la distopía de la plaza vacía”, Abella reclama que “el árbol se convierta en prioridad absoluta”: “Los estudios científicos demuestran que la persona que vive con árboles cerca tiene mejor salud”, recuerda. “Pero soy bastante pesimista, no confío mucho en que vaya a cambiar la situación en esta civilización tan especuladora”.
El botánico italiano Stefano Mancuso, director del Laboratorio Internacional de Neurobiología Vegetal de Florencia y pionero en el estudio de la inteligencia vegetal, ve el vaso medio lleno. “Estamos cambiando nuestra percepción con respecto a las plantas”, asegura el también profesor y escritor en una charla en Madrid, adonde acudió recientemente con una apretada agenda de entrevistas. “Hasta hace unos años, tratábamos a las plantas como objetos, como criaturas no vivientes. Cuando empezamos a trabajar en mi laboratorio, hace 20-25 años, era imposible hablar de inteligencia en las plantas. Estoy feliz de ver que los tiempos están cambiando”.
Por descontado, las plantas no tienen cerebro. Pero eso no quiere decir que carezcan de sensibilidad, comportamiento o capacidad de resolución de problemas. Mancuso lo ha estudiado y contado en una ristra de títulos como La planta del mundo y La nación de las plantas (Galaxia Gutenberg). Que las plantas —o, lo que es lo mismo, el 87% de la biomasa— se comunican entre sí o reaccionan al tacto podría parecer cosa inventada. No lo es. Su último libro, La tribu de los árboles, sí da el salto a la ficción para narrar la peripecia de una comunidad de árboles de diferentes especies encomendados a la benevolencia del fresno Yggdrasil, el árbol de la vida en la mitología nórdica, que se ven envueltos en una aventura en busca de la información que les permita comprender el porqué los crecientes incendios, inundaciones y demás fenómenos meteorológicos devastadores que les asolan. “En los últimos 20 años he escrito unos 15 ensayos sobre las capacidades de las plantas y su inteligencia, pero vivimos en una época en que se lee muy poco, menos aún ensayo”, lamenta el científico. “Por eso he escrito una novela: porque mi ambición es impulsar un pequeño cambio en el modo en que vemos las plantas, así como hacer comprender que las plantas son la solución a muchos de los problemas de nuestro tiempo”.
Los males que referencia Mancuso van encabezados por la emergencia del cambio climático. “La crisis ecosocial nos pone ante el dilema de cómo habitar la Tierra”, resume el escritor Santiago Beruete. Autor de un ciclo abierto de textos sobre la filosofía, la historia y las enseñanzas que pueden extraerse del verde que nos rodea (Aprendívoros, Verdolatría y Jardinosofía, todos en Turner), su última obra, Un trozo de tierra, también en Turner, propone otro giro a la narrativa para abordar esa y más cuestiones apremiantes en la aldea global, desde las migraciones hasta los feminicidios y las enfermedades del cuerpo y la mente. En 22 historias cortas, Beruete ofrece píldoras de sanación a una sociedad viva —y capaz— pero doliente. “Se trata de delimitar un nuevo campo semántico que encierre la simiente de un futuro deseable”, dice el también profesor de Filosofía y Psicología de un instituto ibicenco, que para nombrar esa potencialidad curativa ha acuñado neologismos híbridos de filosofía y botánica como permaeducación, jardinética y hortiterapia. “Necesitamos relatos que nos muestren otra forma de ver el mundo, que ayuden a combatir la narrativa de una cultura depredadora”, reflexiona.
Los cuentos de Beruete se internan en la naturaleza, pero bordean su lado salvaje. Son historias que acarician la versión amable, llámese domesticada, de lo vegetal. Si bien es cierto que no abundan las novelas protagonizadas por árboles, como la de Mancuso, no puede decirse lo mismo de la literatura de los jardines y huertos, que se remonta hasta la expulsión del Edén. Que ahora se conjuren en las librerías varios títulos nuevos —y alguno que otro rescatado, como Mi jardín y otras historias naturales, de August Strindberg (Elba) y El jardín de una isla, de Celia Thaxter (Gallo Nero)— tiene para Beruete un componente de anhelo espiritual, de búsqueda de una “cosmovisión holística” con la que regresar a la antigua noción de que todo en este mundo está vivo y todo está conectado. “El jardín es uno de los pocos símbolos sagrados que quedan en un mundo secularizado”, aventura. “Los ciudadanos del siglo XXI estamos ávidos de reconexión, y estos se han convertido en un medio de sanación psíquica”, agrega Beruete, abordando una tesis que defendió con lirismo la fallecida autora italiana Pia Pera en Las virtudes del huerto (Errata Naturae) un canto al cuerpo a cuerpo entre el individuo y la vida nacida de la tierra.
“El jardín es uno de los pocos símbolos sagrados que quedan”, opina el escritor Santiago Beruete
Las estaciones pasan y con ellas las visitas, los encuentros, las lecturas, los placeres. Todos ellos caben en un jardín, quizá una reproducción a pequeña escala del cosmos. “En la definición clásica, los jardines son nuestros micromundos ideales, nuestros paraísos particulares, lugares para compartirlos con los que saben disfrutarlos. Son una afirmación de que queremos ya esos dones de la naturaleza y no promesas para después de una votación o de la muerte, así que también hay mucho que no cabe”, puntualiza Juan Martínez de las Rivas, que acaba de publicar Paseo (Pre-Textos), una semblanza del idílico jardín de Ávila del que se hizo cargo hace años que, en su esencia evocadora, recuerda al ejercicio que realizan Nicolas Jolivot en el precioso libro ilustrado Viajes por mi jardín (Errata Naturae) y Leticia Rodríguez de la Fuente, hija del recordado naturalista Félix, en Tocar tierra (Espasa). Escribe Martínez de las Rivas que “el jardinero cuida del jardín y el jardín cuida del jardinero”. Y elabora: “Las personas entran a veces en fusión psíquica con sus espacios, no sólo con otras personas. Las casas son refugios protectores, escudos que casi no nos necesitan, pero los jardines son vivos y vulnerables, se secan si no se riegan, sus senderos se desdibujan si no se deshierban, y el jardinero se funde con ellos de un modo maternopaternal, como con los hijos, al verlos crecer. Los jardines son territorios fronterizos y nos sirven como laboratorios para experimentar nuestra humanidad”.
¿Qué mayor muestra de esa humanidad que la expresión artística? En Todo lo que crece (Páginas de Espuma), la autora Clara Obligado trenza sus recuerdos del paraíso que conoció en la Pampa con reflexiones sobre la naturaleza y el propio acto de escribir. Y, si en Un jardín del Prado Eduardo Barba Gómez se centraba en la pinacoteca madrileña, en su reciente El paraíso a pinceladas (ambos en Espasa) el botánico, jardinero y escritor recorre el mundo en busca de pensiles modelados a capas de color que no brotan de semillas, sino de trazos. “He abierto el campo de investigación”, expone el autor, cuyo libro examina obras desde la antigua Roma y Egipto hasta el bucolismo impresionista de Claude Monet. “Analizo cada obra de arte como si estuviera en un jardín, es una invitación a pasear con la mirada”, aclara. A falta de árboles en las plazas y de huertos en las casas, puede resultar una alternativa reconfortante. “Siempre ha habido un interés por los jardines y la naturaleza, es una parte imprescindible de nuestras vidas”, valora el autor. “Pero creo que desde la pandemia se ha potenciado de una manera exponencial, ahora hay una necesidad de mirar a la naturaleza”.
En todo caso, como señala Juan Martínez de las Rivas, aún nos encontramos lejos de alcanzar el grado de interés que la literatura en verde despierta en países vecinos como “Francia, Alemania o Italia, y no digamos en el Reino Unido”. No en vano, allí casi cada casa cuenta con sus particulares vergeles domésticos, mientras que aquí resulta mucho más común residir en bloques de viviendas. A modo de repaso botánico y antropológico, Bernd Brunner ofrece un viaje intercontinental por la historia cultural de los huertos en El arte de la domesticación de los frutales (Libros del Jata). De cara al futuro, otros autores buscan explicaciones —de la sequía a las plagas y el cambio climático— ante las evidencias patentes de una deforestación acelerada. “Se están secando bosques de coníferas en Europa, norte de África, Siberia y Norteamérica; bosques de frondosas en Patagonia, Norteamérica y Europa, y también selvas tropicales en Asia y América”, advierte el catedrático de Ecología Francisco Lloret en La muerte de los bosques (Arpa). Como ha ocurrido con los olmos, milagrosamente salvados de su desaparición, quizá aún haya tiempo para devolver a los árboles su espacio en el centro. “Si el olmo no se ha perdido es gracias a una labor de décadas del profesor Luis Gil, catedrático de la Politécnica de Madrid, que ha sido capaz de recuperar ejemplares que resistieron a la grafiosis”, alaba Ignacio Abella. “La era de los viejos olmos acabó en la época del abandono de los pueblos. Por eso es tan importante que vuelvan”.
Olmos. La cultura de un árbol venerable
Almuzara, 2023
496 páginas
31 euros
La poesía de los árboles
Edición de Ignacio Abella
Nórdica, 2022
224 páginas
29,50 euros
La tribu de los árboles
Traducción de David Paradela López
Galaxia Gutenberg, 2023
200 páginas
18 euros
Un trozo de tierra
Turner, 2022
256 páginas
21,90 euros
Paseo
Pre-Textos, 2023
248 páginas
26 euros
Las virtudes del huerto
Traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona
Errata Naturae, 2023
168 páginas
18 euros
El paraíso a pinceladas
Espasa, 2023
208 páginas
21,90 euros
Viajes por mi jardín
Traducción de Inés Clavero
Errata Naturae, 2023
216 páginas
38,90 euros
Tocar tierra
Espasa, 2023
192 páginas
17,90 euros
El arte de la domesticación de los frutales
Traducción de Ana González Hortelano
Libros del Jata, 2023
288 páginas
31,20 euros
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