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Erwin Schrödinger, la vibración universal

El premio Nobel de Física, popular por la célebre paradoja del gato y muy crítico con la mecánica cuántica, encontró en el budismo la mejor imagen para resolver la tensión entre lo uno y lo múltiple

Juan Arnau
Erwin Schrodinger
Erwin Schrödinger, en una imagen en torno a 1950.Science & Society Picture Librar (SSPL via Getty Images)

En las Navidades de 1925, al albur de un encuentro amoroso en una estación de esquí, Erwin Schrödinger concibió una ecuación que sedujo a los físicos más eminentes de su tiempo. El rapto erótico-matemático parecía resolver de un plumazo los problemas generados por la mecánica cuántica. El mundo de la física parecía volver a la normalidad y Einstein lo celebraba. Paradójicamente, el propio Schrödinger nunca aceptó la interpretación oficial que los cuánticos hicieron de su ecuación. La teoría literaria nos dice que la interpretación de la obra, una vez escrita, ya no pertenece a su autor. Eso mismo se cumplía en el ámbito de la física. Al fin y al cabo, las matemáticas son una ciencia impersonal y la “desaparición del autor” adquiere en esta ciencia su máxima expresión.

Schrödinger confesó que le hubiera gustado ser poeta, pero que en seguida advirtió lo difícil que habría sido ganarse la vida con la poesía. Aunque la teoría cuántica había nacido en la Alemania de Weimar, Schrödinger procedía de un ambiente similar: la Viena de fin de siglo. Tras la primera gran guerra (en la que había sido movilizado como artillero, como Wittgenstein), los victoriosos aliados castigaron al enemigo vencido con la humillación del Pacto de Versalles. En toda Austria se pasaba hambre, salvo en las granjas, “donde nuestras pobres mujeres y hermanas eran recibidas con desdén cuando iban a pedir mantequilla, huevos o leche, a cambio de una chaqueta de punto o enaguas finas”. La familia Schrödinger vivía en una casona del centro de Viena, sin electricidad, y frecuentaba los comedores colectivos. Su padre, al que reconoce como uno de sus principales maestros, murió en esa época y su madre se vio obligada a dejar la casa familiar por carecer de recursos para mantenerla. Mientras tanto, él asumió su primer trabajo como profesor. Posteriormente, una recurrente pesadilla le recordaría lo mal que se había portado con sus padres los años de posguerra.

En la breve autobiografía de Schrödinger encontramos algún que otro elogio de la antropología. “¿Qué diríamos de un hombre que nunca ha salido de su pueblo natal si definiese el clima de su aldea como sorprendentemente cálido o increíblemente frío?”. Y no deja de ser curioso que su relato biográfico concluya con un elogio de Sancho Panza y sus disertaciones extraídas del refranero español. Confiesa que, para el trato personal, preferiría a Sancho que a Schopenhauer. A Schrödinger se le reprochó carecer de sentido para la amistad y tenerlo solo para la aventura amorosa. En el relato de su vida trata de desmentirlo y solo habla de sus amigos. Apenas aparecen las mujeres y se excusa en sus carencias como narrador. Una omisión que, en su caso, “da lugar a un gran agujero”, pero que le parece adecuada para no dar pie al chismorreo. En estos asuntos “ningún ser humano es completamente sincero o veraz, o no puede serlo”.

Se le reprochó carecer de sentido para la amistad y tenerlo solo para la aventura amorosa

Desde muy pronto, Schrödinger se había interesado por la filosofía, “de un modo permanente y concienzudo”. Su visión del mundo estuvo marcada por la lectura de Schopenhauer y las upaniṣad (en la versión alemana de Paul Deussen, amigo de Nietzsche). Le fascinaba “la antigua y bella teoría de la identidad de la India”, que había sabido reconocer la ilusión de la diversidad, y la idea audaz de la animación universal. Sostiene que el materialismo era una postura metafísica y simpatiza con el empirismo radical de Berkeley y Mach, así como con la unidad de sustancia de Spinoza. En su pensamiento resuena de modo recurrente una idea: la unidad de todas las cosas. La engañosa diversidad se resuelve con una frase y una imagen. La primera aparece en las upaniṣad: “Tú eres eso”. Que le gustaba acompañar de la célebre cita de la gran upaniṣad del bosque: “No existe lo diverso en este mundo. / Produce esta ilusión la mente activa. / De muerte en muerte va. / Quien solo lo diverso llega a ver”. Una idea que le fascinaba. La conciencia de la que participamos es la misma que en el animal, el insecto o la planta. Pero la conciencia (eterna e invariable), siempre se experimenta en singular (desde un yo fugaz), y ese es el gran misterio. Una idea donde revive la “mezcla” de Anaxágoras. En cada ser se encuentra el universo entero en todos sus aspectos, desde los más sombríos a los más luminosos. Lo que uno haga con esa mezcla es en lo que uno se convierte. Y señala que la mejor imagen para resolver la tensión entre lo Uno y lo Múltiple es budista. El diamante o poliedro que, aunque refleja innumerables facetas, constituye una unidad. Curiosamente, todas estas ideas constituyeron la base de su firme oposición, a veces obstinada y violenta, a la mecánica cuántica. Sus razones eran simples: si el mundo era la expresión de una mente universal, su estructura debía ser accesible a la mente humana. Y no esconderse tras principios como el de indeterminación, ni asumir subterfugios como la complementariedad.

El átomo ideado por Bohr siempre le pareció a Schrödinger un engendro incoherente. Para que el electrón, que se movía irradiando energía, no se precipitase sobre el núcleo (algo que hubiera hecho de seguir las leyes elementales de la física), Bohr lo concibió moviéndose en “órbitas estacionarias”, ondas atadas por los extremos, como las cuerdas de una guitarra. Heisenberg, basándose únicamente en magnitudes observables, asoció el modelo a un oscilador que podía producir todas las frecuencias del espectro. Seguía el ejemplo del propio Einstein, pero el genio alemán ya estaba en otro lado, sabía que la idea misma del “hecho en bruto” o de “ceñirse a lo observable”, es una quimera (o un recurso retórico). Para ver el mundo hace falta una teoría. Sin ella no es posible ver nada que tenga sentido. De ahí que Einstein siempre mantuviera sus dudas sobre el proyecto cuántico: “En Gotinga se lo creen, yo no”.

Premio Nobel de Física

La ecuación vacacional y amorosa de Schrödinger le granjeó el Premio Nobel de física en 1933, que recibió junto a Paul Dirac. Ese mismo año, renunció a la cátedra de Planck y abandonó la Alemania nazi. Einstein reconoció en seguida en esa ecuación un firme aliado. A la mecánica cuántica le había salido una competidora, la mecánica ondulatoria. La alternativa de Schrödinger se inspiraba en el trabajo de De Broglie. El formalismo matemático era menos abstracto, más familiar y sencillo. Permitía explicar el mundo cuántico de un modo más cercano al de física tradicional, proporcionando una solución más rápida e intuitiva de los problemas. Las ondas no ocupan un lugar determinado, sino que describen una perturbación del medio. De Broglie había sugerido que toda la materia tenía una onda asociada. Todas las ondas de materia podían describirse mediante una ecuación, como se hacía en la física clásica con las partículas: la llamada “función de onda”. La función de onda describe su forma en un determinado momento, pero no puede medirse pues se compone de una parte real y otra imaginaria (es un número complejo), por lo que carece de significado físico. La función de onda de Schrödinger es intangible e inobservable. Pero el cuadrado de la misma es un número real. Y ese sí que tiene significado físico. Para Schrödinger era una medida de la densidad de carga eléctrica del electrón en la ubicación por un momento.

Así introdujo la noción de “paquete de ondas”, con la que desafiaba la existencia misma del electrón o de cualquier partícula. El electrón parecía ser una partícula, pero en realidad no lo era. La visión corpuscular (lo diverso) era una ilusión, lo único que existe son ondas (la unidad). La superposición de un grupo de ellas “hacen” la partícula. De este modo, quedaban disueltos los saltos cuánticos y las discontinuidades. Pero la ingeniosa descripción de Schrödinger tropezó con importantes dificultades. No explicaba el efecto Compton ni el efecto fotoeléctrico. La vuelta al clasicismo parecía haber fracasado. Max Born certificaría su defunción, esbozando una interpretación de la función de onda que desafiaba un principio fundamental de la física, el determinismo. La función de onda, sin realidad física, solo existe en el mundo intangible de lo posible. Era una posibilidad abstracta. El cuadrado de la función de onda no nos indica la posición real del electrón, sino tan solo la probabilidad de encontrarlo allí. Dios volvía a jugar a los dados.

Niels Bohr no tardaría en añadir que el electrón no existe hasta el momento en que lo observamos. Solo cuando realizamos una medida, la función de ondas se colapsa y uno de los estados posibles del electrón se materializa. La ecuación de Schrödinger, de hecho, solo tenía sentido físico como onda de probabilidad. No era una onda electrónica real, sino una onda abstracta de probabilidad. El mundo atómico renunciaba al determinismo y, al mismo tiempo, resucitaba la figura del filósofo irlandés Berkeley, ignorado por la Ilustración kantiana (y newtoniana). Desde ese instante, unas cuantas inteligencias europeas dejaron de ver el mundo como se había visto en los últimos 300 años. Y Einstein clamaba al cielo. Se aferraba al determinismo y a la existencia de un “mundo exterior”, independiente de la percepción. Paradójicamente, con sus críticas, Einstein se convertirá en uno de los grandes impulsores de la teoría cuántica, un desafío y una inspiración constante para sus rivales. Sus ataques son ya legendarios en los anales de la física y uno de los episodios más brillantes de la historia de la ciencia.

Desde muy pronto, Schrödinger se había interesado por la filosofía, “de un modo permanente y concienzudo”

Nada más nacer la teoría cuántica ya tenía dos formalizaciones matemáticas diferentes. Y no había manera de saber cuál era la correcta. La investigación pasó del formalismo matemático a la interpretación física (que es donde se cuela la filosofía). Pero la física que subyace a las dos interpretaciones es radicalmente distinta. Ondas y continuidad en el caso de Schrödinger, partículas y discontinuidad en el caso de Heisenberg. El viejo problema de lo Uno o lo Múltiple reapareció en escena. William James lo hubiera celebrado. El genio de Bohr cerraría la discusión con el principio de complementariedad. Amas visiones no eran divergentes, sino complementarias. Y dependían del modo de observación, del tipo de experimento que vayamos a preparar.

El propio Schrödinger mostró la equivalencia de las dos formulaciones, sin embargo, hay grandes diferencias entre su concepción y la de Heisenberg, especialmente en lo referente a los supuestos y consecuencias epistemológicas y filosóficas. El realismo físico del Schrödinger difiere del observabilismo de Heisenberg. El misterioso salto cuántico del electrón de una órbita a otra parecía ser reemplazado por una transición suave y continua entre una onda estacionaria y otra. Pero la ecuación de Schrödinger carece de sentido físico dentro del marco de la concepción realista clásica (de ahí la célebre paradoja del gato). La función de onda no es una magnitud que pueda medirse directamente porque incluye, como dijimos, números complejos (reales e imaginarios). Es una función inobservable, tan intangible que no puede medirse. Pero el cuadrado de un número complejo nos da un número real que puede medirse en el laboratorio. Ese fue el gran hallazgo de Max Born. Ese número real determina la probabilidad de encontrar el sistema en un determinado estado. En el caso del electrón, el cuadrado de la función de onda mide la densidad de carga eléctrica en una posición x y un momento t.

Cuando el mundo atómico renunció al determinismo, unas cuantas inteligencias europeas dejaron de ver el mundo como se había visto en los últimos 300 años

Así es como Schrödinger introduce su idea del “paquete de ondas” que desafía el concepto mismo de partícula. El electrón parece ser una partícula, pero su intimidad es ondulatoria. La visión corpuscular es una ilusión. Lo único que existe son ondas. Un electrón en movimiento no es más que un paquete de ondas moviéndose. Renunciando a las partículas y reduciéndolo todo a ondas, la física se libra de discontinuidades y saltos. Pero esa visión no tardó en encontrar serias dificultades, ya que carecía de sentido físico. El supuesto paquete de ondas se dispersaba y parecía superar la velocidad de la luz, no era capaz de explicar la carga eléctrica, el efecto fotoeléctrico o el efecto Compton. Fue Max Born el que acabó por resolver todas esas cuestiones. La idea era renunciar a la revitalización de la teoría continua clásica pero aprovechar el elegante formulismo matemático de Schrödinger, “rellenándolo con un nuevo contenido físico”. Ahora bien, la interpretación de Born apelaba a la probabilidad y desafiaba el determinismo (una interpretación que el propio Schrödinger rechazaría), dando forma a lo que acabaría llamándose la interpretación de Copenhague. El universo newtoniano es estrictamente determinista. En él no cabe el azar y la probabilidad es sólo la manifestación de la ignorancia humana, pues todo ocurre según leyes fijas. El determinismo clásico se asocia directamente con la causalidad. Pero la nueva física ya no admite estas certezas. Hay una diferencia fundamental entre lo posible y lo probable. El cuadrado de la función de ondas, nos dice Born, es un número real que se mueve en el ámbito de lo probable. No nos indica la posición del electrón, sino la probabilidad de encontrarlo en un determinado lugar. En el mundo atómico hay que renunciar al determinismo. Niels Bohr daría un paso más, afirmando que un objeto microscópico como el electrón no existe hasta el momento en que lo observamos (realizamos una medición en el laboratorio y la función de onda se colapsa, se reduce a uno de los estados posibles). Una afirmación que dará pie a una intensa querella con Einstein de la que hablaremos en otra entrega.

Niels Bohr invitó a Schrödinger a dar una conferencia en Copenhague y a discutir sus ideas en el pequeño círculo del nuevo Instituto de Física Teórica (financiado por los cerveceros daneses). Era el otoño de 1926. Cuando bajó del tren, Bohr estaba esperándolo en el andén. Tras los saludos preceptivos, se inició una conversación que no decayó hasta bien entrada la noche. Bohr sometió a su invitado a un asedio implacable (como reconoció Heisenberg, que estaba presente). No estaba dispuesto a hacer la menor concesión. Para Schrödinger el salto cuántico era “pura fantasía”. A los pocos días, Schrödinger cayó enfermo. Mientras la esposa de Bohr lo cuidaba, el anfitrión permaneció al borde de la cama para proseguir con la discusión. Ninguno de los dos se dejó convencer por el otro. Cuando Schrödinger regresó a Zurich, su impresión final fue que se habían tratado temas más filosóficos que físicos.

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