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TRIBUNA LIBRE
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Rock: rebelión e industria

El rock en español conoció su apogeo cuando la economía se abrió en los noventa, y uno a uno los países latinoamericanos empezaron a delirar en dólares

Rafael Gumucio
Los componentes de Los Prisioneros, Jorge González, Claudio Narea y Miguel Tapia, en 2001.
Los componentes de Los Prisioneros, Jorge González, Claudio Narea y Miguel Tapia, en 2001.JUAN ÁVALOS M. (Wikimedia Commons)

Pasa con el rock latino lo mismo que pasa con la literatura latinoamericana. No hay duda de que hay poderosas semejanzas entre los libros y los escritores de Perú, Colombia, Uruguay o Chile. Pero tampoco hay duda de que, siendo parte de la misma cultura que el resto de Latinoamérica, Argentina y México son otra cosa. En gran parte ser ecuatoriano, boliviano o guatemalteco es intentar no ser ni argentino o mexicano, según cuál de los dos imperios está más cerca. Ambos países y culturas son también tan distintos entre sí que parecieran haberse construido todo en contraste. Es cosa de invocar las figuras tutelares de Jorge Luis Borges y Juan Rulfo para que salte a la vista el abismo que separan literaturas que comparten religión e historias comunes además del mismo idioma.

Rompan todo, la serie documental de Netflix que quiere unir en una sola historia las muchas historias del rock en castellano, tenía que enfrentar primero con la dificultad de que Argentina no es México y México no es Argentina. La polémica era así inevitable, como inevitables las exclusiones y los olvidos. Una polémica terminó en un mar de memes que se burlan de la omnipresente figura de Gustavo Santaolalla, productor ejecutivo de la serie, que es también el principal entrevistado.

El impudor con el que el productor se exhibe durante los seis capítulos de la serie no es sin embargo del todo arbitrario. Santaolalla no sólo produjo en México, Uruguay, Chile, Colombia y Argentina un número diverso y apabullante de grupos y solistas que cambiaron la historia del rock en español, sino que fue el primero que, en la siempre europea Argentina, se atrevió a mirar hacia el folclore latinoamericano. Un folclore que vivió, en el mismo tiempo en que nacía el rock en español, un momento de efervescencia y creatividad sin igual. Un movimiento que en muchos países latinoamericanos (menos justamente los del Río de la Plata) se llevó lo mejor de la energía, la rebeldía y el talento de la generación de Jim Morrison, Janis Joplin y Mick Jagger. Generación que es también la generación de Víctor Jara, que produjo un terremoto en el neofolclore al permitir guitarras eléctricas en su canción El derecho a vivir en paz. Mismo terremoto que produjo Mercedes Sosa cuando introdujo en su repertorio canciones de Sui Generis y luego Charly García en solitario y Fito Páez y David Lebón y un largo etcétera.

El documental busca en la política el hilo narrativo que tradiciones musicales tan distintas entre sí difícilmente pueden proveer. El rock es así en Rompan todo el catalizador de una juventud rebelde reprimida una y otra vez por las dictaduras cívico-militares que asolaron el continente en los setenta y ochenta. Lo que el documental sugiere, pero no cuenta del todo nunca, es cómo muchas de esas dictaduras dejaron pasar en la radio, la televisión y los escenarios a muchos de estos grupos de rock pensando que con eso alejarían a la juventud de los ponchos negros y las zampoñas que temían como la peste. Eso, por cierto, no quita que Los Prisioneros en Chile y Serú Girán en Argentina usaron este espacio para decir todo lo que no se podía decir.

El rock fue el canto de una juventud oprimida, pero no dejó de ser considerado también como una invasión imperialista que obligaba a los jóvenes a adoptar las modas, las drogas y los peinados del gran país del norte. Faltan en el documental de Netflix muchos países y tradiciones (por ejemplo, el rock de la movida española), pero el gran ausente de Rompan todo es Estados Unidos, país en el que triunfa Gustavo Santaolalla. País desde donde se transmitía MTV, factor esencial en la internacionalización del rock en español. País de las transnacionales del disco que cual rey Midas convirtieron en oro, o más bien en dólares, a oscuros cantantes y grupos underground que sin dejar de insultar a los ejecutivos de las disqueras viajaban en sus limusinas.

El rock en español conoció su apogeo cuando la economía se abrió en los noventa, y uno a uno los países latinoamericanos empezaron a delirar en dólares. No dejó de ironizar con esa locura y de mostrar la otra cara de la Latinoamérica privatizada y globalizada. Su destino se vio sin embargo anclado a ese terrible sueño. Reventada la burbuja de los Menem y los Salinas de Gortari, el rock dejó los aviones y los estadios que se tomaron los reguetoneros y los traperos, que poco tienen que ver con la aventura de expandir las palabras como hacía Luis Alberto Spinetta, de explorar los ritmos como Café Tacuba, de llegar al corazón del volcán como los Caifanes, o lanzarse del último piso de los hoteles sin romperse un hueso como lo hacía Charly García.

Rebelión e industria. Capitalismo y revolución. Folclore de la gran ciudad, lo que hizo del rock la música del siglo XX fue el cúmulo de sus contradicciones tan excitantes como insalvables. Contradicciones que se parecen a la de los que oyen esa música tan adictiva como las drogas y el sexo que solía acompañarlas. El rock fue una rebeldía que ayudó a varias generaciones a ajustarse y comprenderse en una sociedad de consumo en que sonidos, imágenes y alimento llegan procesados por la industria. Rompan todo tiene la virtud de sugerir todas esas contradicciones, es tarea de otros explorar los recovecos de esa manera de pensar con el cuerpo que se llamó alguna vez rock and roll.

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