La era del miedo total
La amenaza terrorista generaliza una angustia desconocida para cientos de millones de personas
La vida ha cambiado radicalmente en este planeta, incluso para aquellos que aún hoy, en aldeas del Tercer Mundo o en hogares de pensionistas en el mundo desarrollado, no se han enterado de que, el 11 de septiembre, la considerada como única superpotencia del mundo, Estados Unidos de América, fue agredida por una red terrorista constituida al parecer por fanáticos y al parecer protegida o protectora de un Estado remoto, pobre y en ruinas tras dos décadas de guerras como es Afganistán. Cayeron símbolos de la prosperidad por un ataque que se dice vengador del eterno agravio. El resultado final es incierto, pero los efectos inmediatos son ya evidentes. La seguridad en la que se mecía el mundo rico ha fenecido.
El miedo puede llevar a los gobernantes y a la humanidad en general a recapitular, reflexionar y enmendar errores pasados
De repente está presente. En todas partes. En los restaurantes de Madrid como en la Sorbona de París, en el metro de Moscú y en los aeropuertos de Pekín, en oficinas en Nigeria y en los mercados mexicanos, en la mirada de los viajeros en avión y en la cabeza de todos los carteros. Hasta en el último rincón en los cinco continentes. Y más que en ningún otro lugar del mundo, en los hogares, edificios públicos y calles de quienes más protegidos e invulnerables se han sentido siempre: los ciudadanos de Estados Unidos. Es un sentimiento que se extiende como las grandes epidemias medievales, un horror sin perfil ni rostro. Se multiplica como las bacterias. Amenaza con arrebatar los sentidos a los hombres, el común y los demás. Un gran fantasma recorre el mundo y ha sumido a individuos y sociedades en una existencia hasta ahora desconocida para las generaciones vivas: el miedo.
Es un miedo muy especial, generalizado y compartido, confesado, contagiado, exagerado, retroalimentado en esta era mediática en la que todas las sensaciones se multiplican y extienden a velocidad de vértigo. Aún no sabemos cómo cambiará nuestras vidas, nuestras relaciones interpersonales, sociales, políticas e internacionales, pero en todo el mundo germina la consciencia de que nada será igual que antes. Que antes del 11 de septiembre, cuando muchas certezas, seguridades y vanidades se desvanecieron en una tormenta de fuego, hierros, polvo y escombros. Ha habido una ruptura profunda en nuestras vidas individuales y colectivas, cuyas consecuencias aún ignoramos por completo. Pero muchos ya intuyen que es el final de la civilización de la seguridad y de la autocomplacencia generada en las sociedades desarrolladas occidentales de la segunda mitad del pasado siglo.
El miedo en sí es una experiencia humana inevitable y uno de los instrumentos capitales para prolongar nuestra supervivencia. El Juan sin miedo del viejo cuento era un perfecto necio hasta que conoció esta sensación imprescindible en este mundo que ha sido siempre en sí mismo un permanente desafío al instinto de subsistencia de todo animal sano, incluidos los humanos. Miedo a Dios o al vacío, miedo a la catástrofe o la desgracia familiar, a las bestias o a otros seres humanos; miedo, ante todo, a la muerte. Necesitamos el miedo para vivir y organizarnos en comunidades. Y en él, tanto como en el amor y la lícita ambición de bienestar, se basan nuestras complejas construcciones sociales de la modernidad. Por eso quedamos desarbolados personal y colectivamente cuando hemos de enfrentarnos a un enemigo al que algún tipo de obsesión -religiosa, ideológica o patriótica- ha extirpado el miedo a la muerte.
'Nuestra sociedad tiene miedo, luego está claro que el ataque ha cumplido su misión', dice el psiquiatra andaluz Luis Rojas Marcos, el máximo responsable de la sanidad pública de la ciudad de Nueva York. 'Han conseguido desestabilizar esta sociedad atacando a la confianza pública. Un proverbio chino dice 'mata a uno y asusta a diez mil'. En este caso se ha matado a miles y asustado a millones. Se ha roto algo tan básico como la expectativa de seguir con vida, de regresar a casa vivo'.
Este español , máximo responsable de la sanidad de Nueva York,debatió con el alcalde Giuliani la amenaza del ántrax. Sabían que, si recomendaban a todo el inmenso equipo de Correos de la ciudad el llevar guantes, lo harían. Es un trabajo que consiste en manejar nada menos que entre 2.000 y 3.000 millones de sobres y objetos diariamente en Correos en Nueva York. Pero la propia medida protectora tiene inevitablemente efectos contraproducentes. 'Eso fomenta el miedo. La gente ve que se reparte con guantes el correo y esto contagia la aprensión. Y el miedo socava el juicio para tomar decisiones'.
'El mecanismo del miedo funciona como un órgano. En el teclado hay uno o varios músicos, y no todos son terroristas. Hay diversos registros, diversas tomas de aire que dirigen la presión hacia los tubos. Cuando suenan simultáneamente y con fuerza plena, todo tiembla y se conmueve. Por eso hay que tener miedo a que una histeria general impida ver entre tanto peligro el peligro real', dice Herbert Prantl, un analista alemán del diario bávaro Süddeutsche Zeitung. Y muchas décadas antes de que unos aviones pilotados por unos fanáticos sofisticados destruyeran los símbolos del poder financiero norteamericano, un presidente norteamericano, Franklin Roosevelt, coincidiendo plenamente con el psiquiatra español que hoy dirige la sanidad de la ciudad agredida de Nueva York, decía: 'De lo único que hemos de tener miedo es del miedo mismo, porque paraliza todos los esfuerzos necesarios para convertir un retroceso en progreso'.
Está claro que existe una inercia, a veces desesperada, hacia la normalidad en las sociedades que se han mecido durante décadas en una marea siempre al alza en el bienestar. Se intenta ensayar la cotidianidad, se simula la vida de siempre, la vida normal, como lo hacían nuestros antepasados mientras se hundía la civilización previa a la Primera Gran Guerra de 1914-1918, en un acto de autodefensa ciega tan bien relatada por el escritor Stefan Zweig en sus memorias del Mundo de ayer. Como se ha pretendido siempre en los momentos de profunda inflexión histórica, fueran las guerras napoleónicas o, mucho antes, la guerra de los Treinta Años, los seres humanos siempre buscan con angustia la normalidad en la zozobra. En aquellas épocas en las que nadie sabía si habría de vivir el día de mañana se bailaba y se gozaba, se trabajaba e incluso se ahorraba. Pero hoy los tiempos son veloces y las angustias imprevistas apenas permiten refugio. Nadie sabe cuándo llegará la Paz de Westfalia ni un nuevo Congreso de Viena; es decir, un nuevo orden consensuado para este mundo, cuyos goznes parecen haber saltado por los aires y se han convertido, ante los ojos atónitos de toda la humanidad centrados en Manhattan, en una inmensa tumba bajo una escombrera humeante. en la que yacen miles de cuerpos de todas las razas, religiones y convicciones, convertidos en polvo.
Tras los gratuitos miedos milenaristas de los últimos momentos del siglo XX, las supersticiones e inseguridades habidas, de repentehemos recuperado una característica de la que el ciudadano de los Estados desarrollados creía haberse despedido y que, sin embargo, es uno de los elementos de nuestro sentir que más humanidad delatan. Es la exposición al peligro y nuestra vulnerabilidad individual y colectiva. Gran parte de la sociedad más desarrollada, formada y compleja de nuestro mundo posmoderno siente hoy lo mismo que los habitantes de ciudades medievales ante la amenaza de la peste. El ántrax y la guerra biológica, los enemigos que no temen castigo alguno, el desorden total en un mundo convertido en aldea y la inminencia del peligro físico para uno mismo o los seres queridos han dinamitado, quién sabe para cuánto tiempo, cuántas generaciones quizás, esa quimera de seguridad que muchos creían no sólo cierta, sino definitiva. El miedo íntimo a la muerte y a la pérdida se ha globalizado. 'Hoy, por lo que ha sucedido, hay más aprecio a la vida que hace un mes', dice Rojas Marcos.
Todo parece sugerir que las imágenes que la humanidad tiene almacenadas en la memoria desde la media tarde (hora peninsular española) del 11 de septiembre nos llevan hacia una nueva era en la que las poblaciones, y también los individuos, se despedirán de la despreocupación que ha marcado las últimas décadas en el mundo del bienestar.
Para una inmensa mayoría de los ciudadanos occidentales se había convertido en un sobreentendido el hecho de que, según pasaban los años, la vida tendía a superar casi de forma automática dificultades antes apremiantes. Se acabó, dicen muchos. Y son muchos también los que temen que estemos sólo ante el principio de una larga travesía por la inseguridad y precariedad. 'A mí me da más miedo lo que pueda ocurrir que lo que ha ocurrido', dice Bernabé Sierra, responsable de seguridad y director de control de Correos y Telégrafos de España, que ha tenido que sumar a su temor a las cartas bomba su obsesión en que los españoles no reciban sobres con sustancias químicas o biológicas.
'La seguridad va siempre por detrás de las amenazas', reconoce Sierra. Pero también manifiesta que la alarma, ese miedo que responde al instinto humano de supervivencia, ya ha hecho cambiar hábitos y actitudes. 'Ya había recomendaciones de seguridad en nuestro departamento que todos consideraban tedioso cumplir a rajatabla. Ahora, los empleados leen la amenaza en los periódicos. No hace falta decir nada. Hay un celo exquisito. Nadie se anda ya con bromas. Incluso en la calle se observa. No se habla de otra cosa que de aviones, correo y lo que pueda pasar. Y eso no es malo. Puede ocurrir que alguien rechace el correo o se niegue a abrir su carta. Pero también es cierto que cada día hay menos correo personal y menos cartas escritas a mano. El correo comercial lo seguirá abriendo todo el mundo, ése no da miedo'.
'Tendremos que volver a acostumbrar anuestros ojos a la sangre', decía hace siglo y medio el escritor alemán Georg Büchner. Ese miedo se extiende porque cada vez son más los que piensan o saben que ésta no será una guerra breve de triunfos y reportajes de éxito, de conferencias de prensa científicas o incluso coquetas. Se esperan muertos, ausencias y lágrimas, y nada virtuales.
La guerra ha comenzado y todos saben queno será gratis, como lo fueron para Occidente las de Irak y Kosovo. Se esperan los próximos zarpazos de represalias planeadas meses, cuando no años, antes de que se provocara la que actualmente está en marcha. Los enemigos no están todos en Afganistán ni en Irak, Somalia o Sudán.
Están aquí, en Occidente, entre nosotros. Están en Hamburgo y en Boca Ratón (Florida), en París o en Marbella, en Estocolmo y Milán, agazapados como buenos ciudadanos que pagan hasta las multas, esperando una orden para acometer un plan bien elaborado, preparado y financiado no por los desheredados de la Tierra, sino por gentes que han estudiado aquí y vivido nuestras vidas. Nos conocen, lo sabemos, y eso nos da aún más miedo, porque nuestro enemigo ha violentado nuestra intimidad mientras preparaba sus armas para atacarnos. Tenemos miedo y buscamos ayuda. Estados Unidos busca por primera vez en su historia el ser arropado en sus esfuerzos y temores. Pero también todos y cada uno de los ciudadanos que sienten la inseguridad.
'La primera consecuencia que tiene el miedo colectivo es que hace que la gente se porte mejor', dice Rafael González Fernández, profesor de Psicología Social de la Facultad de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. 'En Nueva York se despierta por primera vez un espíritu solidario, la gente se habla por la calle, se ayuda. La preocupación nos enseña a disfrutar más de la vida, a valorar más lo que tenemos. La gente que ha vivido una guerra, como la mundial o la civil, disfruta de la vida de otra forma', asegura. Todo parece indicar que estamos en un realineamiento de los valores en las relaciones personales, sociales y políticas. La vida de 'vino y rosas' de Occidente se acaba, piensan muchos. Volveremos a sentir el dolor, dicen, como lo hicieron tantas generaciones cuyos sufrimientos prácticamente habíamos olvidado y en todo caso no nos afectaban en lo más mínimo. 'Las Torres Gemelas nos devuelven a los miedos más primarios: al fuego, a la separación y a la muerte. Las Torres Gemelas son el bosque ardiendo de la Edad Media. Contra esos miedos, la solución también es muy primaria. Lo primero que se busca es compañía, hablar con alguien, discurrir el miedo', señala Rafael González. 'Los mecanismos para combatir el miedo son buscar compañía, la acción en general, la actividad física y la organización. Una sociedad organizada y prevenida tiene menos miedo. También el humor es un mecanismo básico de autodefensa. El diálogo nos preserva la confianza. La palabra nos protege del horror'.
Pero por mucho humor que tengamos, y este país puede vanagloriarse de ser uno de los que más rápidamente y mejor recurren al mismo, hay temores profundos cuya sola evocación nos paraliza y angustia hasta inmovilizarnos. José Miguel López Ibor, director de la clínica que lleva el nombre de su padre, considera que es necesario que la sociedad sea consciente de que la seguridad absoluta no existe, y dice que 'el miedo es una reacción normal ante un peligro evidente, y éste lo es'. Pero también insiste en que el miedo sirve como argumento psicológico y social para progresos colectivos. Es decir, se establece un peldaño de progreso cuando las sociedades superan miedos, ya sea a la enfermedad o a la guerra. La cultura progresa por medio de la superación de los miedos.
Pero también advierte de que 'el miedo colectivo se contagia. Y provoca un fenómeno colectivo de egoísmo. La gente exige a los demás que arreglen las cosas mientras a ellos no les pase nada. En todo caso, es imprescindible que la gente no se tome las cosas a broma. Si hace dos meses mi secretaria me dice que hay un sobre sospechoso de contener bacterias de ántrax, la encierro con los enfermos en mi clínica. Hoy no me haría gracia alguna'.
Todo es más serio de un tiempo a esta parte. Y el cambio de actitudes personales y sociales cuando, quién sabe cuándo, acabe la crisis mundial en la que nos hallamos es perfectamente imprevisible, según coinciden la mayoría de los expertos. Pero sí parece claro que las sociedades desarrolladas al menos han entrado en un proceso de profunda transformación. El motor fundamental de esta mutación es la repentina percepción de la propia vulnerabilidad, las ansias de mayor seguridad y ese sentimiento, íntimo y colectivo, pero en todo caso de inmensa fuerza, que es el miedo.
Hay quienes auguran concesiones de la ciudadanía en su derecho a la intimidad a cambio de dicha seguridad. Hay quienes temen que este estado de ánimo sea utilizado por quienes quieren reforzar su control desde el poder sobre el individuo. En muchos países occidentales se preparan reformas legislativas que tienden a reforzar controles y medidas de vigilancia que antes del 11 de septiembre no habrían tenido posibilidad alguna de prosperar.
La alerta cotidiana
Experto en el miedo a bordo de un avión y en los mecanismos para controlarlo, Javier del Campo, ex piloto, dirige los cursos de Iberia para superar el miedo a volar. Pero mezclándose entre los pasajeros para su trabajo como inspector de Aviación Civil ha descubierto una inquietud cotidiana, casi subconsciente, que convierte al pasaje de cualquier avión en una escuela de detectives: 'El miedo de después de los atentados no tiene nada que ver con la fobia a volar. Los que vienen a mi curso están convencidos de que el avión se va a caer y no hace falta que Bin Laden les refuerce esa convicción. Pero los demás se supone que somos normales. Sin embargo, el lunes un vuelo de Iberia de Ibiza a Barcelona salió con cuatro horas de retraso, y la causa no fue otra que el miedo. Lo que pasó es que subieron dos tipos de origen árabe, y un tercero que estaba a su lado les oyó decir '...para lo que va a durar el vuelo'. Lo dijeron en francés. Entonces se levantó y fue a contárselo al comandante. Éste hizo bajarse a los dos pasajeros. Hubo que bajar también todas las maletas para volver a escanearlas. Para cuando el comandante decidió que despegaba, los dos tipos seguían prestando declaración en la comisaría del aeropuerto'. ¿Paranoia? En absoluto. El propio Javier del Campo, con 32 años de experiencia como piloto de Iberia tras hacer carrera como piloto de cazas en el Ejército, expone con humildad el terror que puede provocar hoy día esa situación: 'Si yo estoy sentado en ese avión como inspector y oigo esa conversación, hago lo mismo. Yo no sé de qué iban los dos árabes, pero es que, hoy por hoy, el que crea que puede hacer una broma con estas cosas es tan peligroso como el terrorista. Desde el punto de vista de la seguridad no se puede tolerar ni una broma, porque contribuye a la ansiedad del pasaje. En estos días, basta con que alguien se meta en el baño a fumar para que la gente se preocupe. Ves a gente sospechosa y piensas '¿a éste le habrán mirado bien?'. El pasajero que provocó lo de Ibiza seguro que estaba alerta desde el momento en que vio que eran árabes. Cualquier detalle que antes la gente aceptaba con más o menos indiferencia (un bulto de más, una mala actitud, uno que no quiere apagar el móvil), hace ahora que armen la guardia. Lo último que he visto es un pasajero que dio la alerta porque vio cómo a otro, justo antes del control, alguien le pasaba un paquete. Seguramente se le olvidaba algo y el amigo se lo traía corriendo. Pero la policía entró a por él y miraron el paquete de arriba a abajo. Los pasajeros se vigilan unos a otros'. Es la versión aérea de lo que Del Campo considera un cambio en la percepción del terrorismo, de ser algo que les pasaba a los demás a una amenaza real para cada uno de nosotros. 'Ahora cada uno se ve obligado a pensar en cosas en las que antes no pensaba. Yo mismo, aunque no sea objetivo de nadie, no tocaría un sobre extraño. Si hace un mes me mandan un sobre con polvos blancos pienso '¿quién es este gilipollas?'. Hoy lo meto en un plástico, me lavo las manos y llamo a la policía'.
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