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Columna
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¿Para lo que hay que ver? Pues sí

Sin llegar a extremos autodestructivos hay otra peligrosa gente que constituye un riesgo para los viandantes. Son los ejércitos de ultracuerpos en permanente idilio callejero con sus teléfonos

Una persona camina con el móvil por la calle.
Una persona camina con el móvil por la calle.
Carlos Boyero

Les denominan conductores suicidas, pero el calificativo está mal aplicado: tendría que ser conductores homicidas. Toda mi comprensión hacia el coraje de los que se largan voluntariamente de una existencia que les resulta insoportable. Pero también mi odio si sus coches embisten y ponen en peligro la vida de los que pretenden seguir por aquí. Sin llegar a extremos autodestructivos, hay otra peligrosa gente que constituye un riesgo para los viandantes. Son los ejércitos de ultracuerpos en permanente idilio callejero con sus teléfonos. Pueden atropellar a los caminantes que vienen de frente pensando en los pajaritos. Los agresores no ofrecen excusas ni piden disculpas. Van a lo suyo. Como todo el mundo. Aunque ellos más. Hace poco dos de esos drogotas del móvil se pegaron en la calle un cabezazo descomunal. Y había transeúntes piadosos interesándose por su estado; yo no. Bastante tengo con intentar sortearles.

También he presenciado algún hostión de gente en patinete o en bici que iban circulando impunemente como zumbaos anfetamínicos por las aceras, con expresión arrogante o ecologista, asustando a los viejecitos. La tecnología y la mala educación han creado multitudes de gente tóxica. Y no imaginamos hasta dónde puede llegar la robotizada y masiva adicción que crean los putos aparatos.

Y entre los ancianos, en silla de ruedas o con muletas, acompañados o solos, percibes miradas acuosas, o resignadas, o vacías, o cansadas, o doloridas. También otras complacidas o serenas. Las últimas pertenecen a gente que debe atesorar muchos recuerdos felices, el refugio más sólido. Me cuenta una amiga que su centenario padre se dejó morir al quedarse ciego. Desde su jubilación se dedicaba íntegramente a leer, su mayor y demorado placer. Lo hacía con una lupa cuando la vista le empezó a fallar, pero llegaron las definitivas tinieblas y no quiso sobrevivir en esas condiciones. También decidió abandonarse a sí mismo un amigo mío cuyo único refugio era ver continuamente películas en la soledad de su casa. Fue un perdedor, nunca le conocí parejas o amantes, el desamparo se cebó aún más con él en su vejez, aunque el cine le servía como insustituible consuelo. La vista le fue abandonando con patetismo. Y se dejó morir.

Imagino que hay muchos viejos que consumen sus largos días e insomnes noches viendo la televisión. Debe de ser el único público que le queda a esta. Desconozco a su sustituto, el abarrotado universo de las redes sociales. Al parecer otorgan un colocón irremplazable. Supongo que de droga chunga. Algunos seguiremos con la literatura y las películas. Pisando las hostiles calles lo menos posible para evitar atropellos. Y que la suerte nos siga conservando la vista hasta el último día. Y que nadie nos hable de la situación política. Da grima. Como casi siempre. Aunque algunas personas afirmarán haberse sentido felices con el estallido de las revoluciones, todas acaban fatal.

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