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Cada vez dormimos menos, pero nuestro cuerpo tiene la receta para remediarlo

La tecnología y los horarios laborales han declarado la guerra a nuestro reloj interno. En el Día Internacional del Sueño, nos preguntamos cuál es el avance en la investigación de las hormonas que inducen a él: un camino lento pero en el que cada hallazgo permite conocer mejor las fórmulas para dormir realmente bien

Mujer tratando de dormir con su mascota.
Mujer tratando de dormir con su mascota.Getty

En 1909, el científico japonés Kuniomi Ishimori realizó uno de los primeros experimentos de la historia destinado a comprender los mecanismos internos del cuerpo que generan el impulso para dormir. Extrajo líquido cefalorraquídeo de perros que habían sido privados de sueño y lo inyectó a un segundo grupo de perros descansados y activos. En cuestión de horas, estos cayeron en un profundo sueño. A los pocos años un equipo de investigadores franceses repitieron el experimento con los mismos resultados. La conclusión era clara: la sangre de los animales dormidos contiene algún tipo de somnífero que es más potente que cualquier pastilla y que Ishimori denominó “sustancia hipogénica” o “somnógeno”. 

Desde entonces, el estudio del cóctel químico que nos lleva a dormir ha avanzado menos de lo deseable y solo en años recientes se ha llegado a categorizar una serie de compuestos que intervienen en el sueño. Las razones por las que dormimos (y también por qué soñamos) son aún hoy uno de los grandes misterios del funcionamiento del cuerpo. Lo cierto es que un grupo de hormonas se acumula en nuestro organismo hasta que nos dejamos caer en los brazos de Morfeo y, durante las siete u ocho horas que permanecemos inconscientes, otro conjunto de hormonas, las que regulan el hambre y nos preparan para afrontar la actividad del día, se va recargando durante el sueño para dar comienzo a un nuevo ciclo.

Este proceso debería funcionar como un reloj; de hecho, nuestro cuerpo lo es, aunque algunos funcionen como una brújula enloquecida. La razón reside, demasiadas veces, en que nuestro ritmo de vida actual y nuestros hábitos de descanso están desconfigurando ese reloj, cuyo descubrimiento hizo merecedores del Nobel de Medicina a Michael W. Young, Jeffrey C. Hall y Michael Rosbash en 2017. Prueba de ello es que, desde la invención de la luz eléctrica, se estima que el ser humano duerme hasta tres horas menos que antes. Cuando cae la noche, a un conjunto de compuestos químicos que el cuerpo ha ido acumulando durante el día se suma una dosis extra de melatonina, la hormona del sueño. Y si no hay oscuridad no hay melatonina. Al contrario: si nos exponemos a una fuerte luz artificial, aumentan en sangre nuestros niveles de cortisol, que es la hormona del despertar, pero también la del estrés.

Despertarnos de noche, tener sueño durante el día

Primero fueron las bombillas, que no solo permitieron prolongar las actividades en las casas, sino también en el trabajo, y trajeron consigo horarios que han trastornado el reloj interno del cuerpo. Después fue la televisión, que definió el prime time de cada población según criterios económicos y de mercado. Ahora son los teléfonos inteligentes, que incluso nos acompañan a la cama y nos enfocan directamente a la retina con su luz azul. Cada nueva tecnología amenaza con mejorar nuestra evolución hacia una nueva especie zombie. Según los estudios, las horas de sueño entre semana han caído 3,7 minutos al año en la última década.

Escucha el podcast que te ayudará a dormir mejor

Si nos pasamos un tercio de nuestra vida durmiendo, ¿por qué prestamos tan poca atención a nuestro descanso? Para responder a esa pregunta, descansar mejor y aprender a vivir de forma más acorde con nuestros sueños, Podium Studios produce un podcast original de IKEA dirigido por Llum Barrera.
En el primer episodio, la experta en neurociencia Marta Romo enseña cuestiones sobre cómo funciona el cerebro y cómo fomentar la productividad a través de una correcta higiene del sueño.

Parece que le hayamos declarado la guerra a nuestro reloj biológico, con el día a día convertido en un campo de batalla lleno de minas. La mayoría de nosotros utilizamos alarmas para despertarnos cuando, si no sonaran, seguiríamos dormidos. Incluso lo hacemos muchas veces cuando aún no ha salido el sol, lo que provoca que la melatonina, que se libera con la oscuridad, siga circulando por el cuerpo. De este modo, se produce una diferencia de hasta una hora de sueño entre los días de trabajo y los festivos. Es lo que se llama jetlag social, estrechamente vinculado con la obesidad y con conductas como el incremento en el consumo de alcohol y tabaco: tras todo un día trabajando bajo luz artificial que nos mantiene activos (incluidas parte de las horas de oscuridad), decidimos tomar alcohol o fumar para relajarnos y bajar revolusiones, es decir, para reducir los niveles de cortisol, a pesar de que tanto la nicotina como el alcohol sean sustancias que, en realidad, aumentan esos niveles, por lo que se empeora la calidad del sueño, independientemente de la posible sensación de relajación inicial. En el extremo contrario, tomamos café y fumamos para frenar la acción de otras dos hormonas que inducen al sueño: la adenosina y la prostaglandina D2, que se liberan progresivamente en el organismo hasta que llega la hora de dormir (la segunda, además, se encarga de bajar la temperatura del cuerpo casi un grado durante el sueño). Y, entretanto, caemos en otra serie de hábitos que no favorecen un sueño de calidad.

La clave: mantener altos los niveles de anandamida

Se puede romper el círculo vicioso. Los hábitos saludables son el pasaporte a la libre circulación de somnógenos y la única forma garantizada de que el sistema de hormonas no se atrofie. Los básicos: la práctica de deporte regular, que hace que segreguemos anandamida, un endocanabinoide con propiedades parecidas al THC de la marihuana, un psicoactivo que mejora el estado de ánimo; y una dieta equilibrada, basada en alimentos frescos, rica en frutas y verduras, ácidos grasos, minerales (como el zinc presente, por ejemplo, en los huevos y los moluscos) y antioxidantes, como los flavanoles del cacao puro (que también favorece la liberación de anandamida). A estos se le pueden sumar consejos de toda la vida pero que casi nunca se siguen: ir a dormir todos los días a la misma hora (y que las horas de sueño sean al menos siete hasta que suene el despertador); no llevar pantallas a la cama y no haberlas usado desde al menos una hora antes de haberse acostado; o comer todos los días a las mismas horas.

La capital importancia de estos hábitos la explica así uno de los descubridores del reloj biológico: “Si sucumbimos a la falta de rutina, va a haber un conflicto con lo que intenta hacer nuestro cuerpo. Porque nuestro cuerpo se basa en los relojes, y estamos diseñados para que haya coherencia entre todos esos relojes, que corran al tiempo y concuerden en la hora del día. Por ejemplo, si te despiertas en medio de la noche y comes, y luego te vuelves a dormir, y luego estás por ahí todo el día pero no comes, vas a tener cambios muy profundos en cada reloj. La zona horaria de tu hígado o de tus pulmones será distinta a la de tu cabeza”. La última recomendación de esta índole es no hacer ejercicio intenso durante las cuatro horas previas a irse a dormir, pues lo normal es que se produzca un pico de cortisol.

Este sería el pliego de condiciones para firmar la tregua con el reloj interno. Pero quizá, para llevarlo más allá y disfrutar de un sueño reparador como pocos, aún se pueden mejorar las condiciones externas. Así: evitar que entren luces directas de la ventana; elegir las sábanas que se ajustan mejor a la temperatura corporal (algodón para los calurosos, satén para los frioleros), y también el colchón (más firme cuanto más calor se desprende durante la noche); mantener la habitación a una temperatura de entre 18 y 22 grados centígrados (según la recomendación de Eduard Estivill, director de la Clínica del Sueño); y responder a la siguiente pregunta: "¿Tengo los pies fríos?". Si es así, tardarás un poco más en dormirte: “Significa que aún no se ha producido el cambio de temperatura [que provoca la prostaglandina D2]”, informa Estivill. “El cerebro no se ha enfriado lo suficiente y, por tanto, no se han calentado los pies”.

 Este contenido, patrocinado por IKEA, ha sido elaborado por un colaborador de EL PAÍS.

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