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Un metro de seguridad frente al coronavirus cada vez más largo

Los milaneses ven cómo la distancia recomendada para evitar el contagio se amplía a medidas mucho más estrictas

La estación central de Milán, casi vacía, este domingo.
La estación central de Milán, casi vacía, este domingo.Emanuele Cremaschi (EL PAÍS)

Un metro es la distancia de seguridad que las autoridades italianas dicen que es necesaria para contener la difusión del coronavirus. Un metro que se convierte en una invitación firme a no salir de casa, si no es estrictamente necesario, para los que viven en la zona roja: un espacio que día tras día se ha ampliado hasta llegar a delimitar una región entera, Lombardía, la más productiva del país. La filtración del decreto que adelantaba la imposibilidad de salir de la región y de otras 14 provincias del norte sorprendió a los milaneses sobre las ocho y media de la tarde del sábado.

La medida era previsible, ya que el número de contagios no baja, pero nadie la esperaba de verdad. “Las medidas agresivas tomadas por el Gobierno italiano son necesarias para replicar lo que ha funcionado en China y reducir al mínimo los contagios, para que no se concentren en un mes, sino en varios, y así el sistema sanitario no colapse”, explica Alessandro Vespignani, profesor de Física e Informática de la Northeastern University de Boston, donde estudia la evolución de las epidemias.

Este es el último capítulo de la emergencia en la que viven los milaneses desde hace dos semanas. Mirar el boletín que Protección Civil publica cada día a las seis de la tarde se ha convertido en una costumbre para muchos. Han sido semanas pendientes del número de contagios y fallecidos, pero también de los curados. Semanas en las que se ha disfrazado la preocupación de escepticismo o ironía. Semanas en las que cada día, con más frecuencia, los milaneses han empezado a preguntarse si “de verdad” es necesario ir al trabajo o salir a hacer la compra.

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Protección Civil detalla que en Lombardía (10 millones de habitantes) hay casi 400 personas en cuidados intensivos, y más de 700 en aislamiento domiciliario, con más de 3.000 infectados en total. El miedo a contraer el virus se convirtió ayer en miedo a infectar a alguien más débil o anciano, tras el llamamiento de las autoridades a la “responsabilidad” para no contagiarlos. El alcalde de Milán —que el 29 de febrero defendía en Instagram que la ciudad, pese a todo, no había parado— invitó ayer a todos los ciudadanos a no salir de casa, a cambiar los hábitos. A parar la ciudad que se jacta de no parar nunca.

Por eso, el metro de distancia que hace unos días las autoridades aconsejaban mantener con todas las personas se ha convertido en algo más estricto, que transforma las conversaciones en la calle en llamadas telefónicas. Damiano Scaramella, 28 años, vive desde hace ocho en Milán y explica que el decreto “le ha hecho sentirse más responsable”: “Si después de dos semanas en las que ya nos habían invitado a limitar los contactos la situación no se recupera, sino que empeora hasta el punto de tomar medidas de este tipo, significa que las condiciones son más graves de lo que habíamos percibido”. Y añade: “El sábado salí a dar un paseo. Pensaba que me encontraría una ciudad vacía, pero Corso Buenos Aires [una zona céntrica] estaba repleta”. El profesor Vespignani explica que “es necesario que la gestión política de la emergencia sea compacta y eficiente”, aunque al despertarse ayer muchos milaneses tuviesen dudas sobre lo que está permitido.

“Mi situación es extraña porque mi empresa me ha hecho ir a trabajar toda la semana pasada”, cuenta Michele Giordano, de 31 años, que vive desde hace dos en Milán. “Trabajo en Chiasso (Suiza), y cogía metro y tren. No me gustaba porque me sentía expuesto, aunque respetara las medidas. Ahora ha cambiado. No tengo miedo, pero la situación es rara porque la emergencia se ve más en los periódicos que en la ciudad”, añade.

En la mañana de ayer, en el barrio residencial de Dateo, al este, había poca gente en la calle, aunque los autobuses llevaban muchos pasajeros. Desde finales de febrero se ha hecho imposible encontrar una mascarilla, y entre las pocas personas que se cruzan casi nadie la lleva. Son días en los que en una farmacia pueden darte un frasco de gel desinfectante de forma clandestina, como si fuera algo ilegal, pero los bares, según el decreto, seguirán abiertos hasta las seis de la tarde.

“Tenía que ir esta semana a España por razones médicas”, dice Alice Farina, 36 años, “pero el decreto no es claro. No entiendo si mi situación se considera urgente o no, ni quién debe autorizar mi viaje. Parece que la jefatura de policía, pero no se entiende bien”. Cuenta que ayer había cola en el supermercado cerca de su casa porque dejaban entrar pocas personas a la vez, para guardar la distancia de un metro. Un metro que antes de la noche del sábado parecía una distancia pequeña, aunque antinatural.

Hace ya dos semanas que en Milán las autoridades aconsejan no abrazarse, besarse, ni cruzarse de cerca con personas en la calle. “Las medidas, si se respetan, darán resultados”, concluye Vespignani, “pero tendrán que pasar al menos dos semanas. Italia no está sola, es probable que su situación se replique en otros países europeos”. Y mientras, el metro de distancia se hace una medida tan pequeña como el espacio de un piso de dos habitaciones y tan grande como lo que costará volver a la vida como era antes.

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