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Salud mental
Tribuna
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La salud mental: un asunto ni biológico ni social sino todo lo contrario

Las dicotomías biológico versus social, naturaleza versus crianza y ciencias versus letras son empobrecedoras y constituyen la principal barrera para el avance en salud mental

Guillermo Lahera
En el futuro habrá más proyectos interdisciplinares que hilvanen el sustrato biológico, psicológico y social de la enfermedad mental.
En el futuro habrá más proyectos interdisciplinares que hilvanen el sustrato biológico, psicológico y social de la enfermedad mental.Bundit Binsuk / EyeEm (Getty Images/EyeEm)

Es frecuente que, cuando un área de conocimiento es especialmente compleja, sea dominada por el tribalismo ideológico. Se forman grupos muy cohesionados, con alta fidelidad y entusiasmo de sus miembros, líderes carismáticos y una posición autocomplaciente con las ideas propias y beligerante con las ajenas. Nos resulta muy familiar, ¿verdad? Dado que la división Ellos / Nosotros afecta directamente a los mecanismos de la empatía, este comportamiento tribal tiene implicaciones morales y favorece la máxima bilardista de “al enemigo, ni agua” (esto lo explica de maravilla Pablo Malo en su libro Los Peligros de la Moralidad). Pues bien, el estudio de la salud mental, por lo menos a lo largo del siglo XX y con coletazos hasta la actualidad, ha sido un claro ejemplo de ello.

Desde la irrupción y hegemonía del psicoanálisis, el auge del conductismo, el movimiento pendular hacia el biologicismo, hasta la aparición de la antipsiquiatría y otros movimientos alternativos, ha sido costumbre contemplar el complejo campo del enfermar psíquico con orejeras y reverberando argumentos, no vaya a ser que el otro tenga parte de razón. Hemos asistido a luchas fratricidas entre discípulos de Freud, descalificaciones mutuas entre conductistas (esos “investigadores de ratones, no personas”) y psicodinámicos (“fraudulentos, anticientíficos”), y reñidas competiciones para ver qué psicoterapia funciona y cuál no para cada diagnóstico, pese a compartir, obviamente, bastantes factores comunes. Pero la pugna tribal por antonomasia, aún cansinamente presente en Twitter y algunos foros, es la de los denominados “biologicistas” frente a aquellos que defienden que la enfermedad mental es de naturaleza puramente social.

El biologicismo o determinismo biológico propugna que todos los fenómenos psicológicos y psicopatológicos son debidos a diferencias heredadas innatas. Es una idea peregrina que generó fascinación en los años 80, a la luz cegadora de las nuevas pruebas de neuroimagen (con colorines en el cerebro que parecían mostrar dónde residía el núcleo de la enfermedad) y los avances en el conocimiento del genoma humano (esa piedra Rosetta que podría descifrar nuestros complicados jeroglíficos mentales). Hoy en día, no es defendido seriamente por nadie, porque es una teoría muy simple, reduccionista y refutada ampliamente por los datos. Lo que sí ha perdurado, curiosamente, es el término, “biologicista”, generalmente utilizado para descalificar a cualquiera que incluya los aspectos biológicos en la ecuación explicativa del comportamiento humano. Un profesor muestra en una conferencia datos que avalan que el riesgo de tener esquizofrenia aumenta a medida que uno tiene más antecedentes familiares (1% en población general, 2-4% con un familiar de segundo grado, 10 % con un hermano, etc) y ya se oye el runrún en la sala: ¡biologicista! Igualmente, ocurre si menciona la eficacia de la medicación o expresa el anhelo de encontrar algún día biomarcadores que nos ayuden a individualizar el tratamiento. La tribu biologicista fue descalificada hace décadas y está de capa caída, pero lo que está claro es que la tribu anti-biologicista la echa mucho de menos.

La realidad es que todo esto es un disparate, porque hay consenso académico en considerar la interacción gen-ambiente como el elemento básico para entender el desarrollo de psicopatología. Sabemos que los trastornos mentales graves tienen una alta heredabilidad y una naturaleza poligénica, pero que esta predisposición interacciona de manera dinámica y compleja con muchos factores ambientales, decisivos para que alguien desarrolle o no el cuadro clínico. En la esquizofrenia, por ejemplo, la concordancia entre gemelos iguales (monocigóticos) es del 45%, bajando al 12% en dicigóticos; los estudios de asociación que analizan el genoma completo señalan más de 100 genes y variaciones en el número de copias relacionadas con el trastorno. Pero ello se traduce en progresión o no al cuadro clínico según la interacción con factores de riesgo comprobados: las complicaciones en el embarazo y parto, los eventos adversos y/o traumáticos en la infancia, el funcionamiento familiar agresivo, el consumo de drogas —especialmente cannabis, ojo—, vivir en megaurbes, el bajo estatus socioeconómico o pertenecer a minorías étnicas segregadas. No es, por tanto, una dicotomía gen-ambiente, es una interacción dinámica. La genética modula la sensibilidad o la probabilidad de exposición al factor de riesgo, de la misma forma que el factor ambiental produce cambios epigenéticos objetivables. A veces, un factor de riesgo (el trauma infantil) modera la respuesta a otro factor (el estrés en la vida adulta), y a veces coexisten la agregación genética (comprobada en los estudios familiares) y de factores de riesgo (la tormenta perfecta, por ejemplo, de persona inmigrante traumatizada, marginada socialmente, consumidora de cannabis). Los estudios epidemiológicos que tratan de desentrañar estas interacciones son muy difíciles y caros de realizar, porque puede haber una latencia de varias décadas entre el factor de riesgo y la enfermedad.

El grupo del doctor Celso Arango, del Hospital Gregorio Marañón, ha analizado la interacción gen-ambiente en varios trastornos. En un estudio reciente ha abordado el papel de la soledad y el aislamiento social en el desarrollo de esquizofrenia y sus bases genéticas compartidas. Es un ejemplo de cómo desde la genética se acaban abordando conceptos sociológicos y, en último término, subjetivos (hay una soledad no deseada y otra voluntaria, hay una vivencia de exclusión y otra de indiferencia, bajo condiciones objetivas similares). La genética nos permite interaccionar con el ambiente y esta interacción es subjetiva y a veces inaprensible con medidas objetivas, teniendo que entrar en juego disciplinas que aborden el mundo interior de las personas. En el futuro habrá más proyectos interdisciplinares que hilvanen el sustrato biológico, psicológico y social de la enfermedad mental. Las guerras tribales darán paso a la aportación constructiva de cada disciplina y cada mirada. Necesitamos con urgencia genetistas con conocimientos en sociología, psicoterapeutas con conocimientos en fisiología, matemáticos que comprendan las sutilezas que la literatura encierra. Y superada la dicotomía biología-ambiente, será inevitable superar la de ciencias y letras en la formación de nuestros adolescentes. Martha Nussbaum o Edgar Morin ya han señalado el papel crítico de las humanidades en nuestro desarrollo científico (y ciudadano). Pero la disolución final de dicotomías estériles se producirá cuando comprendamos el significado de la contradicción complementaria, que está presente en Heráclito, Montaigne, Pascal, Spinoza, la dialéctica Hegeliana, Marx o Bohr. Lo malo de esto es que nos obliga a desconfiar de nuestra tribu, de nuestro gurú, de nuestro confort autoindulgente, nos obliga a relativizar el odio -o sea, el miedo- que nos despierta el Otro.

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Guillermo Lahera
Es profesor titular de Psiquiatría en la Universidad de Alcalá y jefe de sección en el Hospital Universitario Príncipe de Asturias. Es editor jefe de The European Journal of Psychiatry.

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