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Mi pueblo

Intentar salir de un pueblo se parece a protagonizar ‘Stranger Things’

Vivir en un pueblo te cambia la vida (a veces para bien).
Vivir en un pueblo te cambia la vida (a veces para bien).Lalalimola
Asaari Bibang

Hace 10 años que vivo en un pueblo. Bueno, 10 años de ciudad. Eso son unos 20 años de pueblo. Ya sabéis que el tiempo en los pueblos pasa más despacio. Einstein descubrió que el tiempo era relativo en el pueblo de su madre.

Mi pueblo no es oficialmente un pueblo. Por lo visto, consta como una localidad/municipio con cincuenta y un mil habitantes, y no insinúo que sobran mil, pero cincuenta mil habitantes habría quedado más redondo. Vamos, los que caben en un grupo de WhatsApp de pueblo.

El caso es que no es un pueblo, pero si buscas en Google “plaza del ayuntamiento de pueblo”, aparece la plaza de mi “pueblo”, con su Ayuntamiento, su policía, su bar de la plaza y su edificio apuntalao desde hace dos años porque los de urbanismo no saben a quién le corresponde arreglarlo. Vamos, con todo.

En mi “pueblo” decimos “en este pueblo”, no decimos “en este municipio”. Municipio suena a concejal pegando la chapa, “pueblo” huele a salseo, a estar una hora de pie con tu vecina, cascando, hasta que una de las dos dice: “Nos podíamos haber sentao”.

Y la otra: “Es verdad”.

Y una hora más allí de pie, “pelando la pava”.

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Emilia lleva siete años sin entrar en el horno de la Pepi, desde que le dio unos bollos que no eran del día y cuando se lo dijo se hizo la loca.

“¡Siete años!”, me dice.

¡Siete!

Yo flipando.

Llego a la rotonda de casa, gente andando en medio de la calle. ¿Se apartan?

¡Claro que no!

Te miran al volante como diciendo: “Me parece que esa máquina con ruedas intenta decirnos algo…”.

Y tú: “¡Hola!, soy un coche”.

Y se van apartando, lentamente, con toda su pachorra.

Pasas en primera, con la ventanilla bajada, maldiciendo a todo y a todos, hasta que alguien grita: “¡Pero bueno! ¡Dichosos los ojos!”.

Y ya estás perdida. Te habrás librado del atasco de la M-30 en hora punta, pero de esta conversación de dos horas no te salva ni dios.

Al principio no salía de mi asombro. Ahora soy una más de las que no se aparta.

Recuerdo que la primera semana me pillé un cabreo monumental y me fui a caminar con la intención de salir del pueblo. A las tres horas llamé a mi pareja, con quien había discutido, y le dije: “Llevo tres horas intentando salir de este puto pueblo”

Me sentía como un personaje de Stranger Things.

Conversación de vecinos en Algar, un pueblo de la sierra de Cádiz, que pide declarar la 'charla al fresco' Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
Conversación de vecinos en Algar, un pueblo de la sierra de Cádiz, que pide declarar la 'charla al fresco' Patrimonio Inmaterial de la Humanidad."JUAN CARLOS TORO"

Me imagino a los lugareños sentados en el bar de la plaza, viéndome dar vueltas por los mismos sitios, comentando… “La nueva lleva tres horas intentando salir del pueblo”. Descojonándose de mí.

¡Yo vengo de vivir en un piso desde cuya ventana veía la boca de metro! “¿Sabes qué veo ahora?”, le decía a mi pareja. “¡Mordor! ¡Veo Mordor, joder!”.

Dos de la mañana, fiestas del pueblo, como si tuviera Paquito el chocolatero en el salón de mi casa. Yo desquiciá.

Al final consigo dormirme. Y en la fase REM, cuando ya estoy profundamente dormida, oigo a mi hijo como de fondo cantando Los pajaritos. Intento volver a conciliar el sueño, deseando encontrarme con Freddy Krueger y que acabe conmigo de la manera menos folclórica posible. Siempre me ha parecido de lo más inquietante cómo los niños tienen esa memoria prodigiosa para recordar de pe a pa todas aquellas canciones que más desquician a sus padres…

A mí me encantaban las fiestas de pueblo…

Pero ahora que soy madre ya no me parecen tan atractivos los bocatas de panceta: solo veo una nube de humo con aroma a barbacoa de la que tienes que salir huyendo para que no te huela el pelo y la ropa a bacon.

Cuando dejas de beber alcohol en vaso de plástico y de comer azúcar de un palo, quedas relegada a la zona de padres y madres, donde cada año puedes ver a la gente más respetada del pueblo bailando Tengo un tractor amarillo... porque es lo que se lleva ahora.

Pero las fiestas acaban, y vuelve la normalidad. En el pueblo el calor de agosto trae consigo el sonido de chicharras y moscas. Muchísimas moscas. En un alarde de ingeniería local, algunas abuelas del pueblo de mi suegra han hecho matamoscas caseros pegando una chancleta al palo de un plumero. La premisa es: ¿para qué comprarlo si lo puedes hacer en casa?

Pero estar más cerca de la naturaleza tiene sus ventajas. Y si no, que se lo pregunten a los amantes de los huertos. Y es que el huerto es precioso… sobre todo cuando se te da bien.

Mi cuñado está convencido de que con los dos metros cultivables que tenemos, ya no vamos a tener que volver al supermercado nunca más. Llevamos un año y de ahí solo ha salido un tomate y dos tés de hierbabuena. Yo creo que si logramos comer poquito, obtendremos la autosuficiencia alimentaria en el siglo XXIV. Y aún se enfada mi cuñado cuando compro tomates. Para él no tiene sentido comprar un kilo de tomates pudiendo ir a comprar 10 kilos de sustrato abonado, fertilizante, guano de murciélago o estiércol de todo animal de cuatro patas que ande por el pueblo.

Vivir en un pueblo te cambia la vida. Un colega mío supercosmopolita no supo adaptarse y al final tuvo que romper con su pareja para salir. Dice que era el amor de su vida, pero no aguanta la vida en un pueblo.

Yo, sin embargo, ya no quiero vivir en otro sitio que no sea ese municipio, que es mi pueblo.

Descubra las mejores historias del verano en Revista V.

Asaari Bibang es actriz y cómica. Su último espectáculo es ‘Humor negra’. Escribe cada semana en EL PAÍS y acaba de publicar su primer libro, ‘Y a pesar de todo, aquí estoy’.

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