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Un catavinos en honor a Caballero Bonald

Familia y amigos del escritor arrojan las cenizas del poeta en el mar de Sanlúcar

Pepa Ramis, viuda de Caballero Bonald, esparciendo las cenizas del escritor en la desembocadura del Guadalquivir.
Pepa Ramis, viuda de Caballero Bonald, esparciendo las cenizas del escritor en la desembocadura del Guadalquivir.alejandro Ruesga (alejandro Ruesga)
Juan Cruz

En el mar que él describió como nadie, en medio del aire que amó como su cuna, fueron esparcidas este jueves al mediodía las cenizas de José Manuel Caballero Bonald, que murió a los 95 años en Madrid el último 16 de mayo. Su mujer, Pepa Ramis, acompañada por hijos, familiares y amigos, algunos de ellos escritores que fueron compañeros jóvenes de sus últimas décadas, fue quien inició el rito. Fue entonces cuando uno de los hijos dijo en alto: “Un catavinos en honor al padre”. Ese hijo, Alejandro, el menor, se refería a las copas sanluqueñas en las que se bebe la que fue la más querida bebida del poeta. Con esos catavinos fueron extrayendo las cenizas parientes y amigos. Al fin guardaron parte del contenido para que esta huella del escritor, que quería así su despedida, estuviera también en la casa familiar que desde antiguo tienen en el territorio que fue también residencia de su imaginación.

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Hubo lágrimas, pero también la alegría de haber hecho su voluntad tras una vida plena de amistades y de literatura. Alrededor, la Argónida de Caballero Bonald, presente en sus memorias, en sus novelas y en su poesía, y también en un nutrido anecdotario que convirtieron al escritor en uno de los narradores orales más precisos y creíbles, como recordó su amigo, el también poeta Felipe Benítez Reyes. Por esta póstuma reunión marina circularon como suyos relatos verdaderos o inventados de las cosas que Caballero vio y vivió, surgiendo del mar de Sanlúcar o hundiéndose como ese barco que sigue en la bahía como un fantasma del que jamás se acababa el arroz que había transportado en su truncado trayecto.

Ese viaje de Sanlúcar a Doñana, el territorio que él convirtió en un mito de su ficción, fue a bordo de un barco chico, Real Fernando, que hacía guardia delante de otro mayor, de nombre La única Pepa, precisamente. En la cubierta, después de la ceremonia, el poeta Luis García Montero rindió tributo a la lección de amistad y literatura como los valores inolvidables de Pepe. Y Pepa, que presidió esta comitiva marina al lado de sus hijos (cinco: Alejandro, Rafael, Julia, José Manuel y Miguel: Pepe siempre bromeó con el número de sus hijos, como si este número fuera para él un misterio), dijo así lo que quiso: “Ahora lo mejor es leerlo”. Alrededor, el mar manso en el que alguna vez en el pasado los amigos del autor de Ágata ojo de gato hacían flotar los catavinos para que éstos se mantuvieron fríos. En el barquito que ahora contribuyó a cumplir su deseo de desaparecer del todo en el territorio que fue inspiración de su literatura se habló del amplio anecdotario de su vida. Su hija Julia contó que Pepe, que siempre practicó la elegancia de vestir, le pidió al final de sus días, cuando recibía en el hospital los últimos tratamientos, que para ir a esos cuidados él debería llevar unas zapatillas que combinaran mejor con su pijama.

El ambiente convocaba esta frase que al final dijo el poeta Juan José Téllez: “Lo que le hubiera gustado a Pepe estar aquí”, pues alrededor estaban los azules de Sanlúcar que con tanta frecuencia fueron escenario de reuniones marinas que también se producían en barco chico, de ida y vuelta a Donaña. “Arropados por sus amigos, sabiendo que brindamos por él”, dijo Julia, y el pintor José Luis Fajardo, que ilustró varios libros de Caballero, completó a su lado la descripción del poeta: “Con una media sonrisa, socarrón”. “No perdió el sentido del humor hasta el último instante”, añadió la hija.

Cuando se conocieron en Mallorca, Pepa era una nadadora extraordinaria y Pepe era un enamorado atrevido. Él cuenta en sus memorias que una vez que él quiso asombrarla de su propia destreza como nadador se perdió en las aguas y ella tuvo que salir para salvarlo. Ahora Pepa nada en Sanlúcar, como todos los veranos, en una atmósfera que su marido convirtió, en sus libros y también en su propia manera de hablar y de referirse a las historias que él hizo míticas, en un territorio, Argónida, que, decía su amigo José Manuel Ripoll, resulta hoy equiparable a otras grandes geografías de la historia de la ficción.

“Surcado de súbitas algarabías de aves migratorias y sedentarias camadas salvajes”, dice en su mítica Ágata… El cielo y el mar ofrecían un aspecto tan sosegado, tan ajeno a esa “acérrima desolación de la marisma” que Caballero Bonald describía para explicar que esta paz de los mares a veces puede ser también un infierno, como la vida. Desde este mediodía de Sanlúcar su presencia es de agua y de memoria en el lugar del que jamás quiso marcharse.

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