¿Quién fue el primer humano?
La Eva de la que hablan los genetistas es la hembra de la que proceden todas las mujeres actuales, pero no sabemos si era humana u homínida. Sólo sabemos que vivió en África hace cerca de 200.000 años. También sabemos que su novio no se llamaba Adán, porque Adán -el macho del que provienen todos los hombres actuales- tardaría todavía 80.000 años en nacer. Adán y Eva son abstracciones genéticas, y nada nos dicen sobre el origen de nuestra especie. Para colmo, el darwinismo ni siquiera nos garantiza que nuestra especie tenga un origen definido. Si la evolución no es más que la acumulación gradual de pequeños cambios, el primer ser humano nunca existió propiamente.
Sin embargo, los paleontólogos no tienen el menor problema para identificar un cráneo de Homo sapiens entre un millón de cráneos de sus antepasados. La historia que cuentan los fósiles no es "una de esas películas francesas en las que se ve crecer la hierba", en la expresión de Woody Allen. La evolución humana es un thriller con un final brusco y sorprendente. Nuestra anatomía apareció en África hace unos 200.000 años, y ya entonces era plenamente reconocible: un cerebro del tamaño actual y con signos evidentes de hipertrofia en los lóbulos frontales, donde residen las altas funciones mentales que nos distinguen (a veces) de las demás bestias del planeta. ¿Tiene sentido, entonces, preguntarse quién fue el primer ser humano?
Si conoce a algún monstruo esperanzado, escóndalo en una cueva hasta que le salga novia
Imagínense una tribu de Homo erectus, cerebro pequeño, herramientas toscas, fealdad generalizada, en la que, de pronto, una hembra pare el primer cachorro de Homo sapiens de la historia de la Tierra, o de la Vía Láctea. Qué momento. ¿Qué propondría el jefe de la tribu? ¿Matricularlo en una escuela para erectus superdotados? ¿Contratarle como astrólogo? ¿Comérselo? ¿Tendría la madre que esconder al bebé en una cueva secreta durante 15 o 20 años? ¿Y luego con quién lo casa? ¿Quién va a querer a ese cabezón follonero y pestilente? Demasiados deberes para el pobre guionista.
Pero nunca han faltado científicos dispuestos a escribir ese guión. Se les suele llamar saltacionistas, porque creen que la evolución procede a saltos. Uno de los primeros fue Francis Galton, el brillante primo de Darwin. Otro fue Hugo de Vries, uno de los tres biólogos que redescubrieron las leyes de Mendel en 1900 y dispararon así la moderna revolución genética. Pero el más célebre es sin duda Richard Goldschmidt (1878-1958), inventor del concepto del "monstruo esperanzado". Si el saltacionismo siempre ha sido una herejía para los darwinistas, Goldschmidt y su monstruo esperanzado no son ya heresiarcas, sino la verdadera encarnación del diablo.
Goldschmidt fue director de genética del Instituto Kaiser Wilhelm de Berlín, pero era judío y a finales de los años treinta tuvo que emigrar a California para alejarse de los hornos de la razón étnica. Según cuenta Stephen Jay Gould en La estructura de la teoría de la evolución (Tusquets, 2004), los estudiantes californianos le conocían como El Papa por su estilo imperioso. Cavó su tumba al publicar en 1940 La base material de la evolución, donde proponía que las nuevas especies surgían de "monstruos esperanzados", cambios bruscos y drásticos -como añadir de pronto 500 centímetros cúbicos al cerebro de un Homo erectus- que, por casualidad, resultaban útiles en tiempos de crisis. Goldschmidt murió en 1958 convertido en la caricatura académica de Belcebú, y sigue siendo el modelo perfecto que todo estudiante de biología debe evitar si quiere medrar en el departamento, o en el bar del departamento.
Pero usted no se deje impresionar. Si conoce a algún monstruo esperanzado, escóndalo en una cueva hasta que le salga novia. Puede ser el futuro de la especie.
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