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Gente corriente con miles de rosas

Una fila interminable se ha enroscado como un gran abrazo en torno al Congreso para despedir a Alfredo Pérez Rubalcaba

Una persona sujeta una rosa roja durante la llegada del féretro de Alfredo Pérez Rubalcaba, este viernes en el Congreso.
Una persona sujeta una rosa roja durante la llegada del féretro de Alfredo Pérez Rubalcaba, este viernes en el Congreso.Luca Piergiovanni (Efe)
Íñigo Domínguez

Es una cualidad rara ser tenido unánimemente por uno de los políticos más inteligentes, y Alfredo Pérez Rubalcaba lo era, y al mismo tiempo ser visto en la calle como uno de los más normales, es decir, que no parecía un político. Eso se comentaba en la fila interminable que se enroscaba como un gran abrazo en torno al Congreso para entrar en la capilla ardiente. Porque las del dirigente socialista eran cualidades humanas aplicadas a la política, y eso lo percibía la gente, como personas antes que como votantes. Lo resumió perfectamente la primera que estaba en la cola, que entró por fin a las 21.50, llevaba allí más de dos horas, una mujer vestida de blanco que tenía una rosa en la mano: “Yo soy del PP. Pero él era una excelente persona, para eso da igual el partido”. Se llamaba Paqui Alcobendas, tenía los ojos llorosos, recordaba que le dio clase en la universidad, evocaba un gran profesor y un hombre bueno. Entró en la capilla ardiente, sumida en el silencio, como un visitante repentino que se ha perdido en el palacio. La escena era imponente, el lujoso Salón de los Pasos Perdidos, toda la clase política allí sentada. Los ciudadanos se amedrentaban, a veces no sabían cómo actuar, pero enseguida recordaban por qué estaban allí, a rendir un homenaje simplemente pasando.

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La capilla ardiente de Alfredo Pérez Rubalcaba

Paqui Alcobendas, muy emocionada, no sabía qué hacer con su rosa y se la entregó a Paloma Santamaría, de 72 años, la veterana ujier del Congreso, a punto de jubilarse, que estaba en pie junto al féretro. Ella también estaba muy afectada. Colocó la flor encima del ataúd. Fue la primera de miles de rosas, el principio de un interminable desfile de ciudadanos conmovidos, vestidos de calle, con lo que les pilló la noticia cuando decidieron, por impulso y allí mismo, acercarse a Las Cortes. Pilar Goya, la viuda de Pérez Rubalcaba, miraba pasar a la gente anónima a la que había dedicado la vida su marido, décadas con escolta, cientos de consejos de ministros, decenas de campañas electorales, lo que significa servir a un país. “La paz y la libertad es nuestra forma de vida”, se leía en una fotografía del fallecido colocada tras el ataúd, cubierto con una bandera de España y una del PSOE. Un hombre se secaba las lágrimas al salir: “Ha hecho mucho por el país y por el partido, una persona muy tolerante y muy coherente”.

Llegaba todo tipo de gente corriente, una combinación tan aleatoria como en una estación de metro. “Estos son los que nos han votado, los que nos ha sacado las castañas del fuego”, se comentaba con ternura en los corrillos socialistas, contemplando la realidad con pasmo. Grupos de adolescentes que asombraba pensar cómo le conocían, porque algunos no tenían ni edad de votar. Una pareja se detuvo y saludó con el puño alto. Justo después entró el presidente del Real Madrid, Florentino Pérez, que abrazó a la viuda. Rubalcaba era un madridista acérrimo. Un instante sorprendente fue la entrada de un hombre y una mujer de rasgos orientales, que se pararon ante los restos e inclinaron la cabeza con respeto. Ella se llama Kejun Liu: “Fui su intérprete en China, en 2000, la primera vez que fue. Era una persona muy accesible, muy cercana, me ha dado mucha pena”. Gente normal hasta de China.

Las miles de personas que pasaron por la capilla ardiente tenían que haber visto esa sala en la hora previa. Ninguno de los muchos rostros conocidos era reconocible, no tenían su rostro, el que sale en la tele. El personaje público se había esfumado, prácticamente no se veía ninguno, todos desposeídos del aura del cargo. Se abrazaban con quien normalmente no se abrazan. Unía el consuelo, la sonrisa melancólica al contar una anécdota, las manos cariñosas en las mejillas. Las categorías profesionales también se diluían: conserjes, periodistas, generales de paisano, funcionarios de ministerio, todos tristes, todos mezclados. Rajoy, Zapatero, Sánchez, exministros y parlamentarios de todos los partidos y legislaturas. Eso hizo único el momento, reconfortante, como una pausa en el caos salvaje de la política de estos días. Era para preguntarse si esta inusual hondura podría tener un impacto real, al menos en la campaña, y que fuera la última aportación de Alfredo Pérez Rubalcaba a un país mejor. En el pasillo de salida se iba formando una huella imparable, clara y reconocible de su paso, más y más montones de rosas anónimas.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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