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Galicia salda su deuda con Man, el ermitaño que murió con el ‘Prestige’

Las cenizas del artista alemán regresan 15 años después a su casa-escultura enclavada en el rompeolas y se cumple su última voluntad

FOTO: Man de Camelle, ante la puerta de su casa en 2002. / VÍDEO: Un fragmento del documental 'Man was here'.Vídeo: xurxo lobato

"No quiero seguir viviendo después de ver morir todo lo que yo significo", proclamó Manfred Gnädinger, Man para todos, aquel noviembre de 2002 en el que la costa gallega se vistió la mortaja de la marea negra. El Prestige había vomitado el día 13 su víscera oscura y, en unas cuantas embestidas del mar, el rompeolas del pueblo de Camelle (Camariñas, A Coruña) donde el artista ermitaño había construido su casa-escultura de 16 metros cuadrados quedó sepultado por el chapapote. Man dijo entonces que había soñado que una ballena negra varaba muerta en su jardín de esculturas de piedra, un cetáceo inmenso como el horizonte sin fin de la Costa da Morte. Dijo también que había visto cómo le daba sepultura con sus propias manos, y cómo fallecía él después.

Solo transcurrido un mes de la catástrofe del petrolero, el atormentado anacoreta alemán que vivía en taparrabos apareció muerto en su cama. La víctima no oficial del desastre había dejado de tomar las medicinas que necesitaba últimamente, para morir de pena y sumarse al recuento imposible de animales fallecidos. En su testamento había dejado escritos unos pocos deseos. Uno de ellos era el de que sus restos descansasen para siempre en aquel rincón de Camelle donde había vivido fundido con la naturaleza. Pero Man acabó en un nicho del camposanto parroquial. Hoy, 15 años después de todo aquello y justo en el día, 27 de enero, en que cumpliría 82 años, los vecinos de Camariñas y varios miembros de su familia en Alemania han saldado la deuda pendiente y han trasladado una urna con las cenizas a su refugio de las rocas.

"Auf wiedersehen, Manfred, adiós, que el Prestige te mató. Esta muerte tan triste no te la mandó Dios", ha cantado este mediodía a modo de despedida Chita Regueira, la hija del cartero de Camelle. La de ella fue la primera puerta a la que llamó Gnädinger en 1961, cuando atravesó Europa buscando un paisaje en el que zambullirse para el resto de su vida. El forastero no sabía castellano. Entró allí porque había un cartel que decía "Correos" e inauguró una amistad. Entonces aún vestía traje, pero enseguida se desprendió de todo. Un día Man quiso conocer la playa de Riazor, en A Coruña, y Chita tuvo que convencerlo de que "no fuese desnudo". "Pues descalzo", propuso él. Y así marchó a la ciudad.

Además de esta amiga, en el homenaje han tomado la palabra Mercedes Martínez, presidenta de la fundación que se creó para velar por su legado; Xosé Ameixeiras, un veterano periodista que lo conoció; David Formoso, autor de un premiado documental sobre Man; o Juan Creus, el arquitecto que de niño vivía fascinado con la diminuta casa-escultura del ermitaño y acabó encargándose de la rehabilitación que en 2017 financiaron la Diputación Provincial y el Ayuntamiento. La vivienda, un lugar ya mítico para Galicia "que está en la memoria de mucha gente", no ha sido devuelta a su estado inicial. El proyecto ha tratado de recuperar un punto incierto de su evolución en el tiempo, siempre cambiante por el genio del artista, el salitre y el oleaje malhumorado que bate la cara exterior del dique de abrigo de Camelle.

La familia de Man sale de la casa-escultura del artista tras depositar la urna con sus cenizas.
La familia de Man sale de la casa-escultura del artista tras depositar la urna con sus cenizas.

Los continuos saqueos del refugio tras la muerte de Man han acabado también con muchas de las reliquias que él colgaba con hilos de las vigas del techo. Creaba sus esculturas con todo lo que le regalaba la marea, desde esponjas hasta huesos de mamíferos marinos; desde maderas y restos de naufragios hasta redes de pesca y botellas de lejía. Pero sobre todo trabajaba con los "bolos", las piedras redondeadas por el mar que aquí forman unas playas que no son de arena llamadas "coídos".

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Ewald Gnädinger, uno de los siete hermanos que tuvo Man (nacido a orillas del lago Constanza en 1936), ha tratado de sobreponerse a las lágrimas para dar las gracias al pueblo de Camelle. No comprendía una palabra de lo que se estaba diciendo durante el acto en el museo que acoge el legado que se conserva del artista, pero para llorar le bastaba con la música del Coro Municipal de Mujeres (y dos hombres) que ha dedicado un montón de canciones a ese extranjero que acabó convirtiéndose en icono del pueblo. Con él estaban varios parientes, como el sobrino y el ahijado del artista. Y juntos han recorrido luego los pocos metros de puerto que separan el museo de la casita en las rocas. La comitiva de vecinos se ha frenado en el espigón, y la familia ha entrado en el refugio para despedirse a solas de Man. La urna reposa por fin sobre la roca madre, debajo de la tarima del suelo, en uno de los dobles fondos de la caseta en los que el ermitaño guardaba sus pequeños tesoros. Bajo aquellas tablas, tras su muerte, aparecieron 3.000 libretas con 180.000 dibujos.

"Su testimonio era más fuerte que todos los púlpitos del mundo", ha defendido en el acto de este sábado Xosé Ameixeiras, "su libertad era tan radical que ni la dictadura pudo con ella". "Probablemente en otros sitios no podría haber ocurrido que un señor extraño se pusiese ahí a vivir en bañador", "con su arte", ante "la connivencia y tolerancia de los vecinos", ha dicho luego David Formoso. Y todos los testimonios se han ido trufando entre los estribillos del coro: "he de pasar por los lugares como el viento en el arenal", "corazón que nace libre no se puede encadenar", "Camariñas es descubrir la magia que guardan las piedras de la casa de Man".

El rincón elegido como sepultura cae justo debajo del espacio acristalado (y forrado con el interior de aluminio de los tetrabriks de leche) que este precursor del reciclaje ideó para "alimentarse del sol". "Creía que podía vivir sin comer", explica Juan Creus, solo con la luz del astro que pintaba insistentemente por el pueblo con enormes círculos amarillos. "Una vez pasó una semana sin probar bocado" en su solarium, pero se dio por vencido. Ahora sus cenizas también duermen bajo el sol de invierno.

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