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COLUMNA
Tribuna
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Carmen Domingo lee: ‘Reivindicar el pasado no puede ser rancio’

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Televisores de los ochenta y noventa con series de la época.
Televisores de los ochenta y noventa con series de la época.Blanca López (Montaje)
Carmen Domingo

Hola, soy Carmen Domingo, periodista en la sección de Opinión de EL PAÍS y escritora. Escribí este artículo en respuesta a esa izquierda posmoderna que llama ‘neorrancios’ a la izquierda tradicional.

Hace unos días asistí a una comida en la que nos juntábamos antiguos compañeros del colegio y del instituto. Ni que decir tiene que hace más de 40 años que dejamos aquellas aulas lo que, echen cuentas, el evento me retrotrae a los ochenta. Nada mal.

En la comida recordamos fiestas pasadas, celebraciones de cumpleaños, hasta el golpe de Estado del 23-F y las primeras clases de ética (frente a religión)… no me costó echar de menos aquellas aulas, aquellos años, aquellos compañeros... Y me alegré, al tiempo que volvía a mi cabeza un texto de Amélie Nothomb, La nostalgia feliz, en el que la autora belga recordaba que “en Occidente la nostalgia está menospreciada, que la consideraban un valor tóxico del pasado”, al tiempo que reclamaba la escritora, como yo reclamo para mí, el término japonés natsukashii que “designa la nostalgia feliz, el momento en que el recuerdo hermoso regresa a la memoria y la llena de dulzura”.

¿Sentía yo nostalgia —natsukashii—? ¿Me habría vuelto de derechas por recordar el pasado, como se afana en encasillar la izquierda posmoderna a todos los que hablamos del ayer? ¿Me expulsará esa posmo izquiera si me atrevo a hacer público este momento, porque no me supuso, ni me supone, un problema rememorar con cariño cuando comíamos conguitos, recordar que había disfrutado con la película Lo que el viento se llevó, ni tan solo prohibir las cintas de chistes de Arévalo de los noventa? ¿Me pondrán la etiqueta de rancia? Me pregunté al llegar a casa.

Conforme lo escribo pienso que sí, que algún apelativo me pondrán, que la izquierda globalista, identitaria y posmoderna es maestra en ponderar y marcar dónde está el bien y el mal. Y hace tiempo que ha decidido alejarse de lo materialista, afanándose en la defensa del individualismo, frente a lo comunitario.

La desatención desde esta izquierda posmoderna, más preocupada del género, la raza, y la orientación sexual que de las condiciones materiales. El abandono de esos temas que siempre han preocupado y preocupan a la izquierda tradicional, la de aquellos años ochenta y noventa, es lo que ha provocado desengaños en buena parte de la izquierda. Esa falta de interés por los problemas reales para centrarse en los identitarios y emocionales ha facilitado que muchas personas de izquierda miren hacia otros derroteros electorales, o directamente se encuentren sin referentes políticos, huyendo del individualismo posmoderno y buscando sus intereses desaparecidos en los últimos años —el Estado, el pueblo, la familia, o la clase social— sin encontrarlos.

Visto lo visto, parece claro, que la izquierda volcada en lo identitario no es izquierda, del mismo modo que parece claro que si a la nostalgia pudiéramos llamarla sentimiento vintage, a buen seguro esos mismos que hoy critican las reivindicaciones del pasado la vanagloriarían, sin dudarlo ni un minuto, y empezarían a estampar camisetas con ese eslogan.

¿Es legítimo buscar en el pasado soluciones a los problemas del presente? Por supuesto, pero no por eso hay que penalizar la elección, porque no se trata de revindicar todo lo sucedido en aquellos años ochenta y noventa, en los que abundaban las drogas, las enfermedades mortales de transmisión sexual, el machismo campaba a sus anchas, la homofobia era tolerada y todavía se vivía una falta de costumbre de vivir en democracia. Todo eso ha sido felizmente superado y no se mira hacia atrás con envidia. Pero tampoco podemos vanagloriarnos y poner de ejemplo una sociedad, la actual, en la que son legales aplicaciones donde nuestras jóvenes venden fotos de su cuerpo o sobreviven repartiendo en bicicleta sin contrato, hemos perdido la soberanía monetaria, los empresarios pueden prescindir de nosotros sin demasiado coste, existe una policía del pensamiento que nos vigila y nos cancela si nuestro discurso no se ajusta una nueva moralidad, o que nos persigue a las feministas tan solo por defender que hay que abolir la prostitución, el género y los vientres de alquiler. Todas estas últimas cosas, dicho sea de paso, rechazadas ya en los ochenta.

A lo mejor tener natsukashii no solo no es contraproducente sino que nos hace pensar dónde están realmente nuestras necesidades: en la igualdad, la solidaridad y la laicidad; ideas todas ya incorporadas en esa década que tanto denostan ahora.

En definitiva, igual que en los noventa Ismael Serrano le pedía a su padre, Papá, cuéntame otra vez, con el deseo de que este le explicara la lucha antifranquista, los millenials de hoy —sin casa, sin trabajo, sin posibilidades de montar una familia, y con pocas posibilidades de cobrar pensión— le podrían cantar a sus padres boomers, a los de mi generación, contadnos otra vez cómo era esa España con una banca pública, una hidroeléctrica pública, una telefonía pública, una indemnización por despido de 60 días por año trabajado, o cómo era vivir en una sociedad en la que los jóvenes encontraban trabajo y se independizaban a los veinte años.

Ya lo dijo Santiago Alba Rico en su libro Capitalismo y nihilismo: para sobreponernos a las corrientes políticas contemporáneas que niegan toda validez a las propuestas y visiones de Marx “el proyecto emancipatorio debe ser revolucionario en lo económico, reformista en lo político y conservador en lo antropológico”.

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