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Los voluntarios que tratan de extinguir el último foco de malaria en Honduras

Una región en la frontera con Nicaragua concentra el 98% de los casos de paludismo. Una red de vecinos hace lo posible para librar al país de esta enfermedad

Malaria Honduras
Suzy Haylock y otros voluntarios en el centro de salud de Kaukira (departamento de Gracias a Dios, Honduras).Tomas Ayuso (The Global Fund)

Entre el mar Caribe y la laguna de Karataska, un pueblo del departamento de Gracias a Dios (en la región de la Moskitia hondureña) es el foco de mayor transmisión de la malaria en Honduras. Allí, en Kaukira, todos los días y sin saber de horarios, Suzy Haylock atiende de forma voluntaria el repunte de casos de paludismo que ha dejado la covid-19 y el paso de las tormentas tropicales Eta e Iota.

“Si alguien llega con fiebre y no lo apoyo, pienso que va a morir”, dice. Es algo que ha tenido en mente durante los 20 años que lleva de colaboradora voluntaria en este extremo oriental de Honduras. Haylock, de 53 años, tiene una voz contundente que calibra la amabilidad con la que trata a cada enfermo que llega a la puerta de su casa con escalofríos, dolor de cabeza, náuseas, diarrea y otros síntomas. En menos de 30 minutos, con una prueba rápida, sabe si es malaria. Entonces suministra los medicamentos y, entretanto, extrae otra gota de sangre más gruesa que envía a un laboratorio para confirmar su diagnóstico. “Todo lo hago porque amo a mi gente, a los niños, los mayores, para quienes tengo un corazón amable”, comenta.

Pese a que, históricamente, la Moskitia hondureña ha sido el epicentro del paludismo en el país, Haylock siente que es una “tierra bendecida”. “Aquí la gente es feliz, porque le gusta el trabajo del mar, porque cuando sale pescado, comen pescado y así viven”, afirma.

En este territorio de unos 22.000 kilómetros cuadrados –casi el mismo tamaño de El Salvador– conviven cuatro de los nueve pueblos indígenas y afrohondureños: pech, tawahka, garífuna y, sobre todo, miskitos. La mayoría se dedica a la pesca artesanal en las lagunas de Karataska, que se conectan entre sí, para alimentar a sus comunidades. Pero también trabajan buceando en las profundidades del Caribe para la captura industrial de langostas que, en condiciones de explotación laboral, ha provocado discapacidad y muertes.

El pueblo de Kaukira se ubica entre el mar Caribe y la laguna Karataska. En esta zona, llamada la Amazonia centroamericana, conviven cuatro de los nueve pueblos indígenas y afrohondureños.
El pueblo de Kaukira se ubica entre el mar Caribe y la laguna Karataska. En esta zona, llamada la Amazonia centroamericana, conviven cuatro de los nueve pueblos indígenas y afrohondureños.Tomas Ayuso (The Global Fund)

Aunque sus dos hijos son buzos, Haylock se dedica a la extracción de medusa, actividad que lideran las mujeres de Kaukira. También tiene una pequeña panadería junto a sus dos hijas. “Es una herencia que les estoy enseñando para que puedan criar a sus niños, para que no aguanten hambre, porque aquí es muy duro”, explica. “De eso vivo y compro mis cositas que aquí están bien caras, porque tenemos que mandarlas a traer de La Ceiba”, continúa.

De difícil acceso y casi exclusivo por avión desde La Ceiba, aproximadamente a una hora al norte del país –trayecto que luego continúa en lancha–, la tierra miskita también es conocida como la Amazonia centroamericana, por su espeso paisaje de bosques tropicales, manglares, lagunas y ríos a orillas del mar Caribe. Un entorno propicio para que los mosquitos del género Anopheles, infectados con el parásito Plasmodium vivax y, en menor medida, el falciparum, mantengan la transmisión activa de la malaria, más aún en tiempos de inundaciones.

“Cuando aquí llueve todo se llena de charco y los zancudos ponen su criadero. La gente camina libremente entre ellos, pero después cuando tienen fiebre y dolor de cabeza se dan cuenta que les ha picado el mosquito y es malaria”, comenta Haylock, cuyos nietos han pasado por la enfermedad.

Aunque en las últimas dos décadas Honduras se aproximó al objetivo de ser un país libre de paludismo, Gracias a Dios nunca dejó de ser una zona endémica. Los esfuerzos nacionales, apoyados por el Fondo Mundial para la lucha contra el sida, la tuberculosis y la malaria (The Global Fund) y otros cooperantes, llevaron a una drástica caída de los casos de malaria: de 35.125 en el año 2000 a 396 en 2019. En ese último año, antes de la covid-19, no se reportaron muertes por dicha enfermedad.

“Los mayores avances en la eliminación de la malaria han sido por el aporte y el apoyo de la cooperación internacional”, reconoce Orlinder Nicolás Zambrano, experto de la Unidad de Vigilancia de la Secretaría de Salud de Honduras. “Por ejemplo, nuestro país tenía la meta de reducir el 75% de los casos para 2014 y se logró mucho antes, en 2010”.

“En la malaria los logros son muy frágiles y la paradoja es que cuando hay menos casos no se debe bajar la inversión, porque solo hace falta un foco sin controlar para que resurja”
Giulia Perrone, gerente regional para América Latina y el Caribe del Fondo Mundial

La pandemia irrumpió en esos progresos y los huracanes Eta e Iota hicieron su parte. En lo que va de año, Honduras acumula 2.000 casos de paludismo, de los cuales el 98% están en Gracias a Dios, según el último boletín epidemiológico de la Secretaría de Salud. Si bien parecen pocos contagios para un país de 9,5 millones de habitantes, no se pueden pasar por alto. “En la malaria los logros son muy frágiles y la paradoja es que cuando hay menos casos no se debe bajar la inversión, porque solo hace falta un foco sin controlar para que resurja”, asegura Giulia Perrone, gerente regional para América Latina y el Caribe del Fondo Mundial, que desde 2003 ha destinado 25,6 millones de dólares a la lucha contra esta enfermedad en Honduras.

Para la experta, Venezuela, que pasó de 35.500 contagios en el año 2000 a más de 467.000 en 2019, es una muestra de lo que ocurre si se baja la guardia. “Debe preocuparnos por la rapidez con que, si cae el financiamiento y la respuesta en un país que prácticamente ya había eliminado la malaria, este puede volverse el principal contribuidor de la enfermedad a nivel regional”, añade.

Contra la malaria en pandemia

Al hablar del coronavirus, a Haylock le flaquea la voz. Recueda cómo llegaban los pacientes a su casa y agotaba las pruebas de diagnóstico rápido de paludismo. “Me ponía la máscara y los guantes para atenderlos, venían muy mal y yo no sabía ya qué hacer porque no era malaria”, dice. Habla también del poco oxígeno que les podía dar para que llegasen al único hospital de Gracias a Dios, en Puerto Lempira, de cómo luego desinfectaba sus barandales con cloro entre el miedo y la tristeza, y rezaba en familia para que se fuera ese mal de Kaukira. “Pero se murieron bastantes aquí”, lamenta.

A un mes del comienzo de la pandemia, la Organización Panamericana de la Salud (OPS) publicó una serie de medidas para asegurar la continuidad de la respuesta a la malaria en las Américas. Sin embargo, en Gracias a Dios las pruebas fueron bastante limitadas: para detectar sus primeros casos se tuvieron que enviar las muestras a Tegucigalpa, la capital hondureña.

El centro de salud de Kaukira utiliza un mapa, dibujado a mano, para hacer seguimiento de los casos, la entrega de medicamentos y otros datos recogidos por los voluntarios.
El centro de salud de Kaukira utiliza un mapa, dibujado a mano, para hacer seguimiento de los casos, la entrega de medicamentos y otros datos recogidos por los voluntarios.Tomas Ayuso (The Global Fund)

Una gran parte de los 18 focos de la malaria de Honduras detectados por la Secretaría de Salud se ubican hoy en Gracias a Dios, principalmente en la zona fronteriza con Nicaragua, país que cerró el año pasado por encima de los 22.900 casos de esta enfermedad parasitaria.

En la práctica, no existen fronteras para la malaria entre los dos lados del río Coco. “Una infección en un miskito nicaragüense ocurre también en un miskito hondureño, porque en el paso de un país a otro también se traslada el parásito”, detalla José Rubén Gómez, que tiene 39 años de experiencia con la enfermedad y dirige el Programa Subvención Malaria del Global Communities, receptor principal del Fondo Mundial. “Cuando no se logra una detección oportuna de los casos entre ambos países, el parásito tiende a dispersarse y a jugarle la vuelta a la Estrategia Nacional de Control de Malaria”, puntualiza.

Y aunque los voluntarios detecten los contagios, otra barrera es que muchas veces los pacientes no terminan su tratamiento debido a los mismos movimientos migratorios. “Se pierde la posibilidad de controlar la cura total, por lo que el parásito sigue circulando y esa es una de las razones para que la transmisión continúe tan activa”, agrega Gómez.

En opinión del epidemiólogo Orlinder Nicolás Zambrano, se debe fortalecer la red de diagnóstico de esta zona fronteriza, algo que acordaron los gobiernos de ambos países el año pasado. “Así podremos identificar hacia dónde se moviliza esta persona y continuar el tratamiento, verificar que lo termina y dar con los nuevos casos”, dice.

Desde 2018, la estrategia de Honduras para eliminar la malaria consiste en la aplicación del DTI-R (detección, diagnóstico, tratamiento, investigación y respuesta). Esto implica que se detecten las infecciones en las primeras 48 horas de iniciada la fiebre –sea con una prueba rápida o la gota gruesa–, y se brinde tratamiento, seguido por la investigación de otros posibles casos y, por ejemplo, con la instalación de mosquiteras impregnadas de insecticidas de larga duración.

Haylock es una de las voluntarias que busca posibles casos en su comunidad. “Cada semana vienen entre 25 a 30 personas a mi casa, pero tampoco me quedo sentada esperando”, explica. Calcula que ha atendido al menos a unas 1.000 personas con malaria durante sus dos décadas de voluntariado.

Además de diagnosticar y dar tratamiento, ella y los 344 voluntarios de Gracias a Dios rastrean los contactos, llevan al personal a fumigar el interior de las viviendas, instalan mosquiteras y ayudan a encontrar los nuevos criaderos de mosquitos.

El objetivo final, en dos años

La nueva meta de Honduras es quedar libre del paludismo en los próximos dos años. Esta es una certificación de la OMS que tan solo El Salvador, entre sus vecinos de América Central, ha alcanzado en el 2021. Belice se dirige a ese mismo objetivo este año.

Para eliminar la malaria en 2024, los especialistas consideran fundamental sostener la red de voluntarios de salud en Honduras. Lo hacen desde la Iniciativa Regional para la Eliminación de la Malaria, con el Fondo Mundial, la Organización Panamericana de la Salud, el Banco Interamericano de Desarrollo y la Fundación Clinton, mediante capacitaciones continuas, el suministro de recursos para detectar contagios y medicamentos esenciales para tratamiento, al igual que el seguimiento a los casos de malaria. “Los colaboradores voluntarios son esenciales para eliminar los focos activos. Y por supuesto, necesitan un sistema que los apoye. Esa es la clave de la eliminación, no parece complicado, pero en lugares como Gracias a Dios lograr esto es muy difícil”, asegura Marcos Patiño Mayer, especialista en salud del Fondo Mundial.

Ante el aislamiento geográfico de la Moskitia hondureña, son pocos los médicos y técnicos de salud que quieren trabajar allí. A esto se suman las condiciones de pobreza que empujan a que algunos voluntarios de salud, en palabras de Haylock, tiren la toalla. “Estamos trabajando gratis, mejor voy a ir a otro lado a buscar trabajo”, le dicen. Ella persiste. “Me preguntan si también voy a dejarlo y yo les digo que no, porque amo a mi pueblo. Como sea voy a seguir, voy a estar luchando, eso he dicho a mi gente”, termina.

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