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Salir de la metanfetamina en territorio de víboras

El consumo de drogas sintéticas se ha expandido entre las poblaciones más vulnerables de la frontera norte de México. Muchos de los usuarios son migrantes deportados que se rehabilitan en el centro de desintoxicación Caridad el Hongo, una clínica en mitad del desierto de Tecate que funciona a ritmo marcial

Metanfetamina Mexico
Un vigilante sobre una roca en los límites del centro rehabilitación controla que ningún interno intente escaparse. A unos pocos kilómetros puede apreciarse el muro que divide Estados Unidos de México.Seila Montes

Cuando la oscuridad absoluta se cierne sobre el desierto de Tecate y las estrellas proyectan la única luz que atraviesa el rancho, Serafino mira al cielo y regresa a su infancia, a la Sierra de Durango, a su tierra perfilada por cañadas y laderas frescas, de bosques siempre verdes.

—Aquí de día no se le parece nada a mi pueblo, pero de noche se pone bien bonito y me recuerda allá donde yo soy. Este lugar me aleja de lo que ya no quiero. ¡La vida en la metanfetamina era muy mala!

Hasta ser internado por la fuerza, Serafino consumió durante 30 años una de las drogas más adictivas y devastadoras que existen, la metanfetamina, el principal narcótico de impacto en México. “El creciente consumo de cristal es un gran problema de salud pública en nuestro país”, advierte Clara Fleiz, investigadora del Instituto Nacional de Psiquiatría y especializada en el consumo de drogas inyectadas en la frontera norte del país.

En un punto límite que separa dos países, sobre un páramo surcado por matorrales en mitad de la nada, se encuentra el centro de desintoxicación Caridad el Hongo, la clínica donde Serafino ingresó hace más de un año. Para llegar hasta aquí hay que desviarse de la carretera libre que recorre las caprichosas formas rocosas que conforman La Rumorosa, meterse por caminitos sin asfaltar, seguir una vereda estrecha sobre leves taludes. Entonces se divisa una verja metálica que da acceso al rancho de 34 hectáreas donde adictos a las drogas y al alcohol conviven para salir del infierno de “la malilla”, el cuadro de síntomas que experimenta un usuario crónico cuando abandona el consumo.

Estamos en el municipio bajacaliforniano de Tecate, uno de los territorios mexicanos clave en la producción de drogas ilegales. “Las zonas fronterizas con Estados Unidos que antes eran, sobre todo, una ruta de producción y paso, se han vuelto en un enorme mercado de consumo”, expone Fleiz. El pasado septiembre la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) publicó un informe que advertía sobre la preocupante expansión de las drogas sintéticas. Baja California es uno de los principales estados en los que se fabrica. “Es muy fácil ver cómo ha aumentado la población adicta en los centros de tratamiento”, apunta la psicóloga, “sólo hay que visitar esos lugares”, denuncia.

Miradas perdidas, los efectos de un viaje

Es domingo y el cielo azul raso, como petrificado, se extiende sin nubes. Los internos, cabezas afeitadas unas junto a otras, proyectan su atención en una película. Los hay muy jóvenes, de todas las edades; algunos con la mitad de la cara tatuada. Están sentados sobre banquetas con la espalda recta pegada a un ángulo imaginario; las manos de uñas recortadas sobre las rodillas muy juntas y la mirada fija en el televisor, una mirada durísima que algunos suavizan con una mueca de sonrisa ínfima. La mayoría mantiene el semblante muy serio, como si estuvieran lejos del presente, en un viaje, en las secuelas de la abstención, en los efectos de un calmante.

La mayoría mantiene el semblante muy serio, como si estuvieran lejos del presente, en un viaje, en las consecuencias de la abstención, en los efectos de un calmante

Un guardia rodea el pequeño techado de cemento que funciona como sala de ocio: cuatro paredes con orificios a modo de puerta y de ventanas, sin marcos ni cristales, por donde el aire crea una corriente ligera. El hombre los vigila con gesto enfadado bajo su sombrero de paja. Con sus pasos vagos acordona el pequeño recinto sorteando la mirada de una cabeza rasurada a otra, atento a cada mínimo movimiento. Pero en la sala no se mueve ni una mosca… Hasta que lo ordene Roberto Salazar.

Internos del centro de rehabilitación  La Caridad el Hongo son supervisados por un guardia mientras contemplan una película en domingo, su día de descanso. Pincha en la imagen para ver la fotogalería completa.
Internos del centro de rehabilitación  La Caridad el Hongo son supervisados por un guardia mientras contemplan una película en domingo, su día de descanso. Pincha en la imagen para ver la fotogalería completa. Seila Montes

“Tienen que pedir permiso para cualquier cosa, hasta para ir al baño”, explica tajante el hombre que fundó y dirige este centro como una institución militar, donde la rutina de cada jornada se desempeña a golpe de orden y deber. Los internos –alcohólicos, toxicómanos, “los que la familia ya no quiere”, pero paga su internamiento–, se levantan cada día a las cinco de la mañana, ventilan su cama y empiezan la costumbre de las filas: para salir de dormitorio, para lavarse los dientes, para ir al baño.

La mayoría de estos pacientes vienen de Tijuana arrastrados por el abuso de metanfetamina, la llamada droga del pobre, cuyo precio, como señala la psicóloga, “se ha abaratado muchísimo en los últimos años, afectando sobre todo a aquellas poblaciones en situación de mucha vulnerabilidad, que trabajan en la economía informal y que viven en la calle, en el bordo, en terrenos baldíos, en picaderos… ¡Por unos 40 pesos [menos de dos euros] puedes comprar una cura!”. “Y con eso se tiene para, mínimo, unas 36 horas de “rush”, especifica Salazar, describiendo sus efectos como el que la acaba de experimentar:

—Produce una psicosis que te hace sentir el poder, una fuerza que atraviesa la sangre. De repente eres invencible, no duermes, no comes, los minutos se alargan; el efecto dura y dura. Y te destroza, ¡esa mierda te destroza!

De repente eres invencible, no duermes, no comes, los minutos se alargan; el efecto dura y dura. Y te destroza, ¡esa mierda te destroza!
Roberto Salazar, director del centro Caridad el Hongo

“Muchos llegan al Centro Caridad el Hongo por el cristal, pero también hay consumidores de heroína. Y últimamente está pegando mucho en fentanilo”, expone el director. El fentanilo es un opiáceo sintético que puede resultar hasta 100 veces más potente que la heroína. China es el principal productor, pero México se ha convertido ya en una de las principales fuentes ilícitas. “Fabricarlo es mucho más barato que otras drogas de origen no sintético. No necesitan trabajadores en el campo cultivándolo, recogiéndolo, como pasa con la amapola, por ejemplo”, aclara la psicóloga, quien comenzó a investigar la adulteración de drogas con este nuevo estupefaciente en 2019.

“Algunos usuarios en Tijuana empezaron a detectar un tipo de polvo blanco con efectos más intensos de lo normal. Pero no sabían que era fentanilo”, relata. Entonces el equipo de Fleiz analizó jeringuillas usadas de comunidades de usuarios y comprobó que, de 80 muestras de heroína y cristal, un 93% de ellas salían reactivas a esta sustancia. “Con la pandemia se empezó a propagar más cada vez más la dosis adulterada, hasta crearse el mercado de demanda que existe en la actualidad”, explica la responsable de la investigación.

El consumo de estas sustancias produce notables cambios físicos, como graves problemas dentales y la pérdida excesiva de peso. Pero los efectos más destructivos son los cognitivos: mucha ansiedad, paranoia, estados de alteración y violencia que muchas veces acaba en conductas delictivas. “A mí me hacía humillarme mucho a mí mismo, me ponía agresivo con mi familia. Jamás les puse la mano encima, pero me entraban ganas y les gritaba. Cuando se vive en la metanfetamina, uno se aísla y quiere estar solo, es una droga muy fea, hace sentir mucha vergüenza. ¡Lo que me ayudó a recomponerme fue la voluntad de Dios, que ha sido muy bueno conmigo!”, confiesa Serafino con una media sonrisa a la que asoma una dentadura deteriorada, antes de cerrar los ojos y lanzar un suspiro melancólico al aire espeso, a esa atmósfera de polvo del desierto que hace tropezar las frases.

Cuando se vive en la metanfetamina, uno se aísla y quiere estar solo, es una droga muy fea, hace sentir mucha vergüenza
Serafino, adicto y usuario del centro Caridad el Hongo

—Más que un centro de rehabilitación esto se trata de una escuela de vida. Aquí aprenden a sobrevivir. O a volver a vivir, porque algunos llegan como muertos —afirma Salazar.

Por detrás de este hombre corpulento, de voz grave e ideas cuadradas, asoman las filas de literas. En los cabezales de madera la inicial y el apellido de cada interno; la ropa bien doblada en baldas y las botas limpísimas, con las suelas sin rastro de ese polvo grueso que se pega al cuerpo, que se incrusta en las uñas, esa nube de partículas que vuelve sólido el aire en este paraíso de agaves.

El dormitorio del centro imita al ejército, con literas y las iniciales de los internos grabadas. Se puede apreciar el orden y la limpieza en cada esquina del cuarto. Pincha en la imagen para ver la fotogalería completa.
El dormitorio del centro imita al ejército, con literas y las iniciales de los internos grabadas. Se puede apreciar el orden y la limpieza en cada esquina del cuarto. Pincha en la imagen para ver la fotogalería completa.Seila Montes

“Aquí todo lo tienen que hacer con permiso, porque las normas, la limpieza, el aseo… Todo en este centro se gestiona como allá”, insiste el director, refiriéndose a las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, donde sirvió cuatro años. Cuando acabó el servicio militar se zambulló en el consumo de drogas. “Primero por gozo, después por necesidad”. Un día lo atraparon robando. “Iba armado y me metieron en la cárcel. Un año encerrado me la pasé. Entonces me largaron para el otro lado, para México”.

A los cinco años, Salazar había cruzado junto con su madre y hermanos la frontera del mal conceptualizado sueño americano. Se instalaron en California, donde él creció, sirvió al ejército, cayó en la droga y comenzó a robar hasta ser deportado a Tijuana el 11 de agosto del 2005. Años después construyó el centro de rehabilitación en este secarral de Tecate, en el puro desierto, donde muchos de los usuarios que llegan también son migrantes deportados. “Más del 50% de la población que consume droga por la vía inyectada con la que trabajo cruzó una vez a Estados Unidos y fue después expulsada, convirtiéndose en personas varadas al borde de la desesperación, sin arraigo a sus comunidades de origen y con una precariedad que los arrastra al consumo extremo”, expone Fleiz.

Lejos del sueño que una vez pareció ser vivir al otro lado de la frontera, en la Caridad del Hongo los internos cuidan de los animales de granja como parte de su rehabilitación. Bajo un sol sin clemencia del que se protegen con un sombrero de paja alimentan a la puerca enorme que matarán en algún próximo día festivo, plantan hortalizas agazapados en el huerto o amontonan ladrillos. Los exadictos trabajan de sol a sol para mejor las instalaciones en las que se les pasan los días y la vida, una que pretenden volver a empezar ya limpios.

“La porquería dura en el cuerpo de 90 a 120 días. Los primeros cuatro meses son nomás para limpiar el sistema, luego los tratamos psicológicamente. Aquí están bien lejos de las tentaciones, de la fiesta de Tijuana… ¡Es imposible conseguir nada! ¡Estamos completamente alejados de la sociedad!”, repite el director, como si tratara de convencerse a sí mismo. A su espalda, un mezquite presta su sombra a los hombres que atraviesan el rancho con pesadas cubetas de agua. Donde parece que acaban los límites de la finca, perfilados por piedras ocres como lomos suaves de gigantes, un jinete se inclina sobre un caballo erguido en su figura vertical: drogadictos que vivían desahuciados en las calles de Tijuana se transfiguran en vaqueros en mitad de la nada del desierto de Tecate.

Aquí están lejos de las tentaciones, de la fiesta de Tijuana… ¡Es imposible conseguir nada! ¡Estamos completamente alejados de la sociedad!
Roberto Salazar, director del centro Caridad el Hongo

Recaídas como pasitos en el camino de la desintoxicación

Antes de que lo internaran en el centro Caridad el Hongo, Serafino pasó por otras clínicas de rehabilitación: este es su tercer intento. “Nueve de cada 10 que han conseguido limpiarse vuelven a caer. Pero es lo normal”, aclara la psicóloga. Con medicamentos y voluntad extrema se puede conseguir burlar a la abstinencia, pero el deseo por consumir sigue siendo un síntoma de la dependencia cognitiva. “Y, sobre todo, no podemos olvidar que las cuestiones emocionales, las causas que los llevaron a empezar consumir drogas no desaparecen, su historia no cambia”, añade Fleiz.

En el centro los internos cuidan de los animales de granja como parte de su rehabilitación. Muchos de ellos aprenden a montar a caballo. Pincha en la imagen para ver la fotogalería completa.
En el centro los internos cuidan de los animales de granja como parte de su rehabilitación. Muchos de ellos aprenden a montar a caballo. Pincha en la imagen para ver la fotogalería completa.Seila Montes

“Lo peor es cómo afecta a la familia. Mi mamá estaba bien flaquita cuando llegué, parecía que ella era la que estaba en drogas”, confiesa José Eduardo, y recuerda que hace poco le enseñaron una foto de su ingreso: tenía una talla 28 y ahora luce una 38. A José Eduardo lo deportaron en 2014. “Siempre estuve en problemas por la metanfetamina”. Con 14 años empezó a venderla y con 17 a consumirla. “Mi papá también era drogadicto y alcohólico. Y así salí yo, igualito a ese cabrón. Por eso es mejor que esté lejos de mis hijos, no quiero hacerles daño”, dice el padre de tres criaturas que viven hoy con su madre en Las Vegas, de donde lo expatriaron a él, antes de que su consumo fuera insostenible y su propia progenitora lo trajera al centro. “¡Al pinche desierto! ¿Quién quiere estar aquí?”, pregunta José Eduardo, drogadicto, alcohólico, deportado: suma todas las malas etiquetas.

Mi papá también era drogadicto y alcohólico. Y así salí yo, igualito a ese cabrón. Por eso estoy lejos de mis hijos, no quiero hacerles daño
José Eduardo, adicto y usuario del centro Caridad el Hongo

La recaída: un paso más en el proceso de rehabilitación

Salir del vicio no es fácil, pero lo verdaderamente complicado es no reincidir. “Muchos que se fueron limpios vuelven a regresar. Y eso duele mucho”, confiesa Serafino medio sonriendo; aunque le falten dientes, sonríe mucho.

“Parece que quien vuelve a caer en lo mismo está fracasando, pero la recaída se tiene que entender como un proceso de la posible recuperación, es un camino”, sentencia Fleiz. A Serafino –en teoría ya desintoxicado, limpio– ese camino del que habla la psicóloga le aterra. “No quiero que mis hijas vuelvan a visitarme en un centro”. Esas niñas, ya adultas, que crecieron con un padre que nunca aparecía en las fotos ni en las celebraciones, que siempre estaba ausente, que vivía en el viaje permanente de las drogas y se escondía de ellas. “Yo sentía vergüenza al mirar a los ojos a mis hijas, a la gente. Cuando uno anda en las drogas no tiene el valor de mirar a los ojos. Ni quieres que te miren”, reconoce Serafino. “Por eso estoy bien aquí. Ya puedo mirar a los ojos”.

Aquí, en este territorio de coyotes y víboras; donde por las noches, en el cielo despejado se dibuja la Vía Láctea y él vuelve a ser un niño y le reza a un Dios que se le aparece y se le esconde al antojo de la vida.

—Yo pensaba que me iba a morir siendo un adicto, como mi hermano. Y quizás ya no… Me gustaría volver a manejar camiones, casarme una vez más, volver a tener una casa en Durango con caballos.

Serafino entorna entonces los ojos cansados, respira profundo y con una voz quebrada reflexiona:

—También podría quedarme aquí, lejos de la civilización. Está bonito acá por las noches, sin electricidad, con el cielo lleno de estrellas. Lejos, tan lejos de todo…

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