La batalla perdida
Estamos en una sociedad segmentada en grupos de seguidores y abocada a una polarización partidista. El mundo se explica en sus divisiones y las opiniones tienen más peso que los hechos
Algunas batallas se han perdido ya, o se han perdido de momento. Quizá nunca se dieron del todo. Mucha gente ha decidido confiar en los bulos y no sirve que esas falacias se demuestren falsas o que se desmonten con argumentos. No basta con los hechos para quien ha escogido creer y ha llegado a la conclusión, engaño tras engaño, de que a ellos no les van a engañar igual que a los demás. No se trata solo de las informaciones falsas que aparentan ser ciertas y que se difunden a menudo sin querer, de teléfono en teléfono; sino de las otras: las que provocan el miedo o el odio de manera deliberada porque pretenden que todo salte por los aires
Dijimos durante muchos años que las redes sociales no eran la vida real, pero que fuera un mundo virtual no lo volvía un mundo de ficción. Ahora, la información llega antes por las redes que por los medios convencionales, atrapados en la eterna e irresoluble crisis del periodismo. Ahora, la vida tiene dinámicas propias de las redes: logra más visibilidad quien más grite o polemice. Uno puede quedar proscrito por describir aquello que haya visto con sus ojos y, en cambio, puede saltar a la notoriedad por especular con todo lo que no haya visto. El resultado es una sociedad segmentada en grupos de seguidores, que mezcla la verdad con las mentiras y abocada a una polarización partidista. El mundo se explica en sus divisiones y las opiniones tienen más peso que los hechos. Al cabo, las opiniones son objetivas y los hechos, subjetivos.
La tragedia de Valencia ha demostrado de nuevo el alcance de los bulos y, más que eso, lo difíciles que son de combatir. Ofrecen una explicación rápida, aunque sea falsa, y alimentan la sensación de sospecha. Es probable que esa sea la única verdad que contengan, por encima incluso de su vocación de ser creídos: la vocación de que la gente no se crea nada más. Que sospeche. Que recele. Que no haya verdades y que la incertidumbre sólo pueda combatirse con sospechas. Una sociedad desconfiada y recelosa.
Para quienes han decidido creer, la batalla de los hechos está perdida. El periodismo deberá cumplir su función y contar aquello que esté demostrado, porque los hechos hacen más falta que nunca por mucho que los destierren. Pero con eso no alcanza y eso hay que asumirlo cuanto antes: ya cuesta más desmontar un bulo que confirmar un titular.
La pregunta de qué podemos hacer invita a responderse que no hay otra salida más que seguir haciendo lo que se exige al periodismo: su trabajo. Sinceridad y precisión, en palabras de Bernard Williams. Pero la inercia de la época lleva a pensar que eso cambiará poco las cosas. Quizá las cambie el tiempo, que es lo que se dice cuando no se sabe qué decir. Entretanto, tiene sentido preguntarse cómo hemos llegado hasta aquí y si esta conspiración contra los hechos se explica sólo en lo bien que se organizaron los propagadores de las mentiras. Algo hicimos mal si otros nos arrebataron ante mucha gente aquello que costaba años conseguir: su credibilidad y su confianza.
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