La izquierda debe identificar por dónde gira el viento político
La pregunta ya no es si estamos al final del modelo neoliberal; la pregunta es qué vendrá a continuación
Hay que estar atento a los giros de guion. Este verano han sucedido varios de importancia. El primero, cuando Carlos III pronunció, desde su trono en la Cámara de los Lores, el discurso del rey en la apertura del Parlamento británico. El monarca no puede entrar a la Cámara de los Comunes desde 1642, cuando Carlos I intentó imponerse al legislativo, por lo que acabó siendo declarado traidor y decapitado. El rey no expone sus i...
Hay que estar atento a los giros de guion. Este verano han sucedido varios de importancia. El primero, cuando Carlos III pronunció, desde su trono en la Cámara de los Lores, el discurso del rey en la apertura del Parlamento británico. El monarca no puede entrar a la Cámara de los Comunes desde 1642, cuando Carlos I intentó imponerse al legislativo, por lo que acabó siendo declarado traidor y decapitado. El rey no expone sus ideas, sino el programa del Gobierno, anunciando, en esta ocasión, la nacionalización de los ferrocarriles en el Reino Unido.
La imagen fue descriptiva. Todo un rey, tocado con la corona de Estado, exponiendo la hoja de ruta del nuevo primer ministro, el laborista Keir Starmer. La ceremonia refleja un proceso histórico de varios siglos no exento de tensiones. Del absolutismo a un parlamentarismo censitario, de ahí a la irrupción democrática de la clase obrera en sus partidos y sindicatos. Para que un rey acabe obedeciendo a la ley de la mayoría se ha precisado de mucho conflicto: el progreso es consecuencia de la voluntad humana.
En esta ocasión, además, se quebró una inercia que empezó en 1979 con la llegada de Margaret Thatcher a Downing Street, un sentido de época que atrapó a mandatarios como Tony Blair, “el mayor triunfo” de la Dama de Hierro en sus propias palabras: “Obligamos a nuestros rivales a cambiar su forma de pensar”. Starmer, aun siendo un laborista moderado, ha anunciado la creación de una empresa pública de energía, la contratación de 6.500 profesores y la reindustrialización de su país. Tomar el camino contrario al seguido estos últimos 45 años es una cuestión de supervivencia nacional.
Mientras, al otro lado del Atlántico, se celebró la convención del Partido Republicano sin decepciones escenográficas. Ahora bien, sería un error quedarnos tan sólo con el lado grotesco del evento. Allí también circularon las ideas, allí también se habló de reindustrialización.
J. D. Vance fue proclamado como candidato a vicepresidente junto a Trump. Un hombre con una exigua vida política, un carisma más bien escaso, pero con una cabeza tan amueblada como peligrosa. Vance maneja la retórica obrerista con soltura después de saltar a la fama vendiendo más de 10 millones de libros con Hillbilly, una elegía rural, una historia sobre los perdedores de la globalización y la desestructurada familia de la que proviene. Todo parece encajar: un nacionalista conservador se revuelve contra las élites globalistas.
Sin embargo, tras el escenario se halla una historia más retorcida. Vance fue inversor de capital riesgo en proyectos tecnológicos, lo que le permitió establecer las relaciones que le han convertido en quien es hoy: el brazo político de los neoreaccionarios de Silicon Valley. En junio, según contó The New York Times, Peter Thiel, Elon Musk y David Sacks susurraron a Trump el nombre correcto en una cena con cubiertos de cinco ceros. Vance habla de proteccionismo, infraestructuras y devaluación del dólar porque las compañías de sus valedores necesitan del impulso del Estado contra China.
El neoliberalismo siempre fue una desregulación con trampa: hacer desaparecer lo público allí donde valía para construir justicia social, pero mantenerlo fuerte para impulsar la iniciativa privada. El banquero Walter Wriston, presidente de Citicorp, publicó en 1992 The Twilight of Sovereignty (”El ocaso de la soberanía”), un libro en el que afirma que los mercados son las únicas máquinas de votar reales, por lo que deben asumir la responsabilidad de dirigir la sociedad en lugar de los políticos, ya que si se mantienen fuera del alcance de las normas expresan con precisión lo que quiere la gente.
Este presupuesto, tan falso como interesado, valió para que Bill Clinton fuera el mayor triunfo de la Reaganomics. También para que, con el transcurrir de los años, los mercados actuaran con tanta arrogancia y temeridad que desataron la Gran Recesión de 2008. Si leen detenidamente lo expuesto por Wriston, encontrarán un pensamiento profundamente antidemocrático, una coartada para que el mundo del dinero se emancipe de la propia sociedad. Este banquero, a diferencia de Carlos I, nunca fue juzgado por traición y conservó la cabeza.
Keir Starmer y J. D. Vance muestran desde posiciones antagónicas y con objetivos dispares el inicio de algo diferente. Tras la pandemia, la Unión Europea aplicó políticas de gasto público inéditas en cuatro décadas. El retirado Joe Biden condonó 153.000 millones en deudas de préstamos estudiantiles, se unió a los piquetes del sector automovilístico en Míchigan y aumentó el salario mínimo. La izquierda debe identificar estos cambios de dirección, pero también cuestionarse por qué no han supuesto una profunda diferencia en la vida cotidiana de la gente.
La pregunta ya no es si estamos al final del modelo neoliberal; la pregunta es qué vendrá a continuación. Estará en condiciones de ofrecer una respuesta quien consiga tres cosas: aumentar en lo inmediato el poder adquisitivo de la mayoría, devolver la capacidad de previsión garantizando bienes básicos como la vivienda, y acompañar estas medidas materiales de un correlato cultural que haga sentirse al ciudadano común de nuevo importante como parte central de su país. Cuidado: si el progresismo no se toma en serio estas tareas, habrá una nueva derecha que las articule en clave xenófoba y autoritaria. Nadie preguntará por los apellidos.
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