Keir Starmer y la eterna guerra interna de los laboristas
La división entre socialistas militantes y centristas no acabará con este Gobierno. El odio es real y forma ya parte de la propia identidad política del partido
De repente, en todo el mundo, da la impresión de que las fuerzas progresistas están unidas y en pleno resurgimiento. El mes pasado, los centristas y socialistas franceses se pusieron de acuerdo para combatir la amenaza de Marine Le Pen. En Estados Unidos, los radicales y los moderados se agrupan en torno a Kamala Harris para derrotar a Donald Trump en noviembre. Y en el Reino Unido, la victoria electoral de Keir Starmer dio al Partido Laborista 411 escaños, frente a los 121 de los conservadores. Parecía un triunfo de la izquierda británica.
Pero no lo fue. Fue el triunfo de una parte concreta de la izquierda británica, para el que tuvo que derrotar a la otra parte. Al contrario que en Francia y Estados Unidos, la izquierda no se unió contra una amenaza común. Se hizo pedazos a sí misma tanto como a la derecha.
Los laboristas están en guerra interna desde tiempos inmemoriales. Entre los políticos de izquierdas circula el viejo chiste de que el Partido Laborista nunca necesitará enemigos mientras exista el Partido Laborista. Como me dijo en una ocasión su exlíder Neil Kinnock: “Lo terrible es que es una cosa que se dice con ironía, por hacer gracia. Pero es una verdad tan grande que la gracia ha desaparecido”.
Si queremos saber cuándo empezó esa guerra, probablemente fue abril de 1951, cuando Nye Bevan, un ardiente socialista galés que fundó el Servicio Nacional de Salud británico, abandonó hecho una furia el Gobierno laborista por la decisión de cobrar las gafas y las dentaduras postizas. Parece un motivo insignificante para desencadenar una guerra civil que aún continúa, pero nunca hay que infravalorar la capacidad de la izquierda para enredarse en disputas existenciales por las razones doctrinales más minúsculas.
A partir de entonces, el laborismo se dividió entre socialistas militantes y centristas, lo que creó cada vez más frustración entre los miembros moderados y respetables que se situaban en medio de las dos facciones. En general, la extrema izquierda actúa de forma tan demencial que los votantes rechazan al partido. Entonces se hacen cargo los centristas, pero se sienten tan paranoicos ante la posibilidad de volver a perder que se obsesionan con controlar todo. Eso irrita al ala izquierda, que, cuando recupera las riendas, se vuelve todavía más sectaria. Y así sucesivamente, década tras década, sin que el fin se vea próximo.
Cuando los laboristas llegaron al poder en 1997, su líder era el archicentrista Tony Blair. Fue el periodo en el que desarrollaron su conciencia política muchos de los activistas y diputados laboristas actuales. Le vieron tomar una serie de decisiones catastróficas, como un ataque constante a las libertades civiles, una guerra ilegal en Irak y la desregulación del sector bancario. Su conclusión fue que era peor que un tory.
Consiguieron su venganza en 2015, con la elección de Jeremy Corbyn como líder. Era todo lo contrario de Blair: pacifista, antiamericano por naturaleza, desconfiado ante el patriotismo, socialista y sin el menor interés por parecer carismático o telegénico. Por supuesto, fue un desastre. Ni siquiera cumplía el requisito elemental de dar la impresión de que le gustaba el país que quería gobernar. En las elecciones de 2019, los conservadores obtuvieron nada menos que 365 escaños y los laboristas se quedaron solo con 203.
De las ruinas de aquel resultado surgió Starmer, que supo jugar a dos bandas: cantar las alabanzas del proyecto de Corbyn para ser elegido secretario general y, una vez conseguido, hacer un contundente giro hacia el centro. Como líder, dio prioridad a la ley y el orden, la defensa y la responsabilidad económica. Se rodeó de banderas británicas para demostrar su integridad patriótica. Y, en el gesto más teatral, expulsó a Corbyn del partido por acusaciones de antisemitismo.
La izquierda socialista lo consideró un acto de traición de proporciones casi bíblicas. Starmer se convirtió en el principal blanco de sus ataques envenenados, un villano de cuento infantil. Durante las elecciones, muchos hicieron campaña por candidatos independientes. En las primeras semanas posteriores a la victoria, algunos parlamentarios socialistas empezaron a rebelarse y votaron en contra de la línea oficial del partido a propósito de las prestaciones por hijos a cargo. La reacción de Starmer fue suspender de militancia a siete de ellos.
Aquí no va a haber unidad como en Francia o Estados Unidos. El odio es real y forma ya parte de la propia identidad política.
Lo irónico es que Starmer es el primer ministro británico más de izquierdas que ha habido desde los años sesenta y llega después de una larga serie de acontecimientos que han demostrado la necesidad de que el Estado intervenga en la economía: la crisis financiera, las medidas de austeridad y la epidemia de covid. Tiene el plan de alcanzar el objetivo de cero emisiones netas con programas de inversión dirigidos por el Estado, hacer más asequible la vivienda mediante reformas urbanísticas, subir los salarios y mejorar las condiciones de trabajo instaurando la negociación sectorial con los sindicatos y nacionalizar los ferrocarriles. A los pocos días de asumir el poder, abolió los brutales programas antirrefugiados del gobierno conservador y empezó a tratar a los solicitantes de asilo con dignidad y respeto.
Y, aun así, se enfrenta a la animadversión tribal de la extrema izquierda. Es posible que este Gobierno sea el más socialista que conozca cualquiera de ellos en su vida. Y se van a pasar el tiempo maldiciéndolo, llenos de odio y vitriolo.
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