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Tribuna
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Carles Puigdemont: Nace un mito popular, muere el ‘procés’

La relevancia política del regreso del ‘expresident’ a Cataluña fue nula. Una vez más, mintió a sus menguantes seguidores cuando juró y perjuró que saldaría su deuda y cumpliría lo anunciado

Varias personas con caretas de Puigdemont en el acto del 'expresident' de este jueves en Barcelona.
Varias personas con caretas de Puigdemont en el acto del 'expresident' de este jueves en Barcelona.MARC ASENSIO (LaPresse)

Fue en Santa Coloma de Gramenet. Iba junto con su sobrino de 15 años y otro compinche. Había huido de la prisión de Quatre Camins. Consiguió siete anhelados días de libertad que aprovechó para cometer varios atracos en los alrededores de Barcelona. Hablo, claro, de la última detención de Juan José Moreno Cuenca, El Vaquilla, en 1999. Su larga letanía de fugas y detenciones, así como los detalles de cada una de ellas, pasaron a formar parte de la cultura popular de Cataluña, categoría a la que, sospecho, este jueves se incorporó irreversiblemente Carles Puigdemont.

El día que finalmente agarren a Carles Puigdemont (si es que tal cosa ocurre), todo el mundo recordará las particularidades de la detención del mismo modo que uno recuerda las de la captura del Vaquilla. Quiénes lo traicionaron o quiénes abrieron la brecha en su cordón de seguridad. Quiénes se mantuvieron fieles. Dónde lo encontraron. Qué hizo los últimos días antes de ser arrestado. Y, con los mimbres de los hechos confirmados y los hechos inventados, se armará la leyenda popular de Puigdemont y su inverosímil capacidad para escapar de las autoridades una y otra vez.

Pero no creo equivocarme si digo que con su estrambótico y atropellado mitin y su subsiguiente fuga no solo ha nacido una leyenda de la cultura popular catalana, sino que, además, Puigdemont ha capitulado para siempre como figura política. Ya no es un político. Es un mito popular. Todo el mundo da por descontadas nuevas prestidigitaciones por su parte. Pero cada vez importa menos lo que tenga que decir políticamente.

Y es que la relevancia política del regreso de Puigdemont a Cataluña fue nula. Empezaré por lo que queda más a la vista. Buena parte de las personas que lo esperaban en el mitin estaban ahí por ser alcaldes, cargos y militantes de Junts. O sea, estaban ahí porque políticamente no podían estar en otra parte. En cambio, los votantes y simpatizantes de Puigdemont afirmaron, con una mayoría abrumadora, que en su jerarquía de valores las vacaciones de verano están por encima de Cataluña y muy por encima de Puigdemont. En México, sin lugar a dudas el país hispanoparlante con el léxico político más rico, a las personas que van a los mítines para poder engrosar el público asistente y permitir una foto más lucida del evento, los llaman acarreados. Sin los acarreados, el mitin de Puigdemont habría sido tan poco tumultuoso como el de los extravagantes oradores que vociferan sus teorías políticas en los speakers’ corners de Londres. Su capacidad de convocatoria política es, si uno la compara con lo que ocurría hace unos pocos años, anecdótica.

Pero, políticamente hablando, lo más importante era otra cosa. Puigdemont podía intentar irrumpir en el Parlament y, en caso de ser detenido, hacer que se parara unos días, quizás unas semanas, el proceso de investidura de Salvador Illa. Interín durante el cual podía pasar cualquier cosa si revivía, aunque fuera de manera fugaz, el espíritu de los acontecimientos de 2017. O, con esa misma irrupción, podía multiplicar las probabilidades de que se produjera el tamayazo emocional que venía pergeñando desde hace semanas. Pero Puigdemont no fue al Parlament. Ni siquiera lo intentó. Se esfumó. Lo cual implica tres cosas. La primera es que, una vez más, mintió a sus menguantes seguidores cuando juró y perjuró que al fin saldaría su deuda y haría exactamente lo que había anunciado e iría al Parlament, aunque tal cosa le costara su detención. Sin embargo, Puigdemont prefirió, como siempre, la adrenalina a la política. ¿Cuántas veces más se dejarán humillar los votantes de Junts por un pillo —o, para decirlo con todas sus letras, por un auténtico manipulador de masas— como Puigdemont? ¿Cuándo entenderán que la máxima prioridad de Puigdemont es la muy sensata opción —siempre que de él dependa— de no pasar ni una sola noche en la cárcel por Cataluña?

Lo segundo que importa políticamente es que, al esfumarse, ni siquiera pudo sumar la victoria menor del reproche a ERC por haber investido a un españolista (sic) el mismo día que él era detenido. ERC sale de este episodio esperpéntico exactamente igual que entró. No hay rasguños nuevos, que era uno de los objetivos de Puigdemont.

Pero lo tercero y más importante de la nueva desaparición de Puigdemont es que queda derrotado su propósito político principal, que consistía en impedir que hubiera un Gobierno de la Generalitat presidido por Salvador Illa. Por primera vez en 14 años —y qué 14 años, Sancho—, la primera autoridad institucional de Cataluña no está en manos de alguien que abraza la fantasía de que los catalanes viven bajo el yugo opresor de España. Es cierto que lo hace con el apoyo parlamentario de una fuerza que sí lo cree. Y es cierto que está por ver qué significa y cómo se implementa exactamente el inquietante pacto alcanzado en materia de financiación. Todas estas cosas son ciertas y ennegrecen el horizonte. Pero lo más importante de este jueves es que, con el nacimiento del mito popular de Carles Puigdemont, murió el procés.

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