Alice Munro ante el espejo del Me Too
Que su obra pueda ser despreciada tras las revelaciones de su hija tal vez tenga que ver con nuestra tendencia a sentirnos traicionados por quienes nos hacen sentir o pensar cosas como si fueran propias
Los caminos abiertos por la onda expansiva del Me Too son difíciles de escrutar. El último episodio ha estallado contra una mujer, la recientemente fallecida Alice Munro, Nobel de Literatura en 2013, al conocerse, por medio de las revelaciones de su hija, que la narradora canadiense habría ignorado a sabiendas los abusos sexuales de su padrastro cuando aquella era una niña. ¿Qué debemos pensar ahora sobre Munro y su obra? ¿La desvirtúa o debe sobrevivir a las presuntas miserias de su creadora? ¿Qué ocurre cuando el secreto guardado es el de una mujer que había sido capaz de crear, precisamente, una habitación propia, demostrando que la fórmula de Virginia Woolf era posible?
Munro escribía mientras se ocupaba de las labores que sostienen la vida y el hogar, y en sus cuentos nos habla de la violencia doméstica o el abuso al tiempo que desafía los códigos del escritor intelectual. Que su obra pueda ser despreciada tras las revelaciones de su hija tal vez tenga que ver con nuestra tendencia a sentirnos traicionados por quienes nos habían hecho sentir o pensar cosas como si fueran propias, aunque en el fondo todas las historias de Munro sean ambivalentes y, como todos nosotros, no están libres de oscuridad. Y quizá ahí esté el problema: mitificamos a los creadores, pues deseamos creer que su voz literaria expresa la totalidad de su ser. ¿Cómo es posible que una mujer como ella se comportase de una manera tan despreciable? Y sin embargo, ¿dejaríamos de leer a Shakespeare si descubriéramos alguna monstruosidad así en su biografía?
La historia condensa todos los elementos del Me Too: la impunidad del agresor y el abuso perpetuado por la cultura del silencio. Quizá por eso nos incomode detenernos en las espinas de un caso como este, reflexionar sobre esas formas de respuesta o retaliación que Martha Nussbaum llama los “vicios de la víctima”. Al enfrentarnos a denuncias públicas difíciles de demostrar, evitamos preguntas pertinentes sobre si el daño sufrido afecta a la personalidad moral de quien lo sufre. ¿Qué reconocimiento esperamos mostrando nuestra herida? ¿Es inevitable aliviar un trauma mediante la retribución y el desprestigio social del victimario? ¿Le colgamos una letra escarlata para convertirlo en apestado o indagamos sobre otras formas de aliviar lo que percibimos como un daño social y casi personal? Nussbaum nos emplaza a preguntarnos sobre estas verdades dolorosas: ¿son nuestra ira y el castigo que pedimos para Munro actos realmente virtuosos?
El caso nos devuelve al debate sobre el espacio ético de la curación y nos hace preguntarnos si mostrar continuamente nuestro dolor y cicatrices es necesario o eficaz para producir un cambio ético y político. También porque exponer la violencia sufrida puede convertirse en otra forma de violencia, al desviar la atención sobre el agresor o las razones estructurales del abuso depositando la responsabilidad en la propia víctima. Al hablar de los vicios de la victimización, Nusbbaum reconoce que la ira nacida del abuso implica una solidaridad acrítica (“Hermana, yo sí te creo”) que es munición necesaria para el combate contra la opresión. Pero esa rabia solo es fructífera si da el salto hacia una transición que mire hacia el futuro y construya una salida distinta a partir de lo experimentado. ¿Qué hacemos, entonces, con Alice Munro? Porque la obra de un creador tal vez no deba juzgarse en ese espacio de la curación. No lo hicimos con Marx, Rousseau, De Beauvoir, Neruda o Gil de Biedma, y no creo que la obra de Munro merezca menos.
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