Una hija de Alice Munro asegura que su padrastro abusó de ella cuando era menor y que la escritora lo supo y no hizo nada
Andrea Robin Skinner publica su denuncia en un periódico canadiense, apenas dos meses después de la muerte de la premio Nobel de Literatura
Andrea Robin Skinner, una de las hijas de la escritora Alice Munro, asegura en un artículo publicado este domingo en el periódico canadiense The Toronto Star que su padrastro abusó sexualmente de ella cuando tenía nueve años y que su madre, aunque lo supo, decidió seguir con él. “A la sombra de mi madre, un icono literario, mi familia y yo hemos ocultado un secreto durante décadas. Ha llegado el momento de contar mi historia”, escribe Andrea Robin Skinner. El velo de silencio que suele ocultar al ojo público la conducta privada de los grandes de la cultura, desde Woody Allen al escritor israelí Amos Oz —acusado de maltrato por una de sus hijas—, se ha rasgado en el caso de la Nobel canadiense de Literatura en 2013, cuando apenas han transcurrido dos meses de su muerte. La hija atribuye a la creciente fama de su madre como escritora el silencio sobre lo sucedido, más que al tenso distanciamiento con que se observan los secretos de familia.
En 2005, Skinner, que ahora tiene 58 años, le denunció ante la policía y Gerald Fremlin, el segundo marido de la autora, se declaró culpable para alcanzar un acuerdo por el que fue acusado de abusos y condenado a una sentencia de dos años de prisión provisional y una orden de alejamiento de menores de 14 años. En aquel momento tenía 80 años. Munro siguió a su lado hasta que Fremlin murió en 2013.
Su relato comienza en el verano de 1976, cuando fue a pasar las vacaciones con su madre y su marido. Mientras la escritora estaba fuera unos días, Fremlin se metió en su cama y abusó de ella. “Yo estaba dormida y me agredió sexualmente. Tenía nueve años. Era una niña feliz y curiosa”, escribe Skinner, que ahora se dedica a ayudar a menores que han pasado por traumas similares al suyo. No dijo nada hasta que terminó el verano y volvió a casa de su padre, Jim Munro. Allí se lo confesó a uno de sus hermanos, que le animó a hablar con su madrasta, Carole. Fue esta mujer la que se lo contó al padre quien, explica Skinner, decidió no decir nada. No solo se calló, siguió mandando a su hija cada verano, durante años, a la casa de Alice Munro y Fremlin. “La incapacidad de mi padre para tomar una decisión que me protegiera me hizo sentir que yo no formaba parte de ninguna de las dos familias. Estaba sola”, añade.
En cada una de sus vacaciones, su padrastro aprovechaba los momentos que se quedaba a solas con Skinner, una niña, para mostrarle sus genitales cuando, por ejemplo, iban en el coche; hacerle comentarios sexuales, hablarle de otras menores que le gustaban y detallarle las necesidades sexuales de su madre, explica la hija de la escritora. “En ese momento no sabía que eso era un abuso”.
La dinámica de abuso y acoso continuó hasta que un par de años después, cuando Skinner tenía 11 años, unos antiguos amigos de Fremlin le contaron a Alice Munro que su pareja le había mostrado sus genitales a su hija. “Él lo negó y cuando mi madre me preguntó si me había pasado a mí, Fremlin le dijo que yo no era su tipo”, relata en el periódico. “Delante de mi madre dijo que en antiguas culturas se consideraba normal que los menores aprendieran de sexo a través de relaciones sexuales con adultos. Mi madre tampoco dijo nada. Yo miré al suelo, me daba vergüenza que me viera ponerme roja”.
Secuelas
Con el paso de los años, Skinner asegura que mantuvo su silencio, desarrolló varias patologías, como la migraña y trastornos alimentarios. Su padre y su madre mantenían el contacto, pero ninguno de los dos mencionó nunca el tema de los abusos que sufría su hija. “Yo intenté perdonar a mi madre y a Fremlin, continué visitándoles como hice con el resto de mi familia. Todos volvimos a hacer como si no hubiera pasado nada”, recuerda.
Según el artículo, Fremlin perdió el interés por Skinner cuando ella se convirtió en adolescente. Cuando ya tenía 20 años, su madre escribió un relato corto sobre una joven que se suicida tras sufrir abusos sexuales de su padrastro. Fue después de esto cuando decidió contarle los abusos que había sufrido, aunque esperó cinco años y lo hizo con 25. “Reaccionó exactamente como me temía que haría, como si se hubiese enterado de una infidelidad”, explica la hija de Munro, que asegura que la escritora abandonó durante un breve periodo a Fremlin, no por los abusos sexuales que había cometido, sino por haberle sido infiel.
“Me contó sobre los otros niños con los que Fremlin mantenía ‘amistades’, subrayando su propia sensación de que ella, personalmente, había sido traicionada”, continúa en su relato. “¿Se dio cuenta de que estaba hablando a una víctima y que yo era su hija? Si lo hizo, yo no lo sentí. Cuando intenté decirle cómo el abuso de su esposo me había causado daño, se mostró incrédula”.
Munro, según su hija, siempre argumentó que Skinner se lo había contado “demasiado tarde”, que “le quería mucho” y justificaba su silencio e inacción, asegurando que “todo era culpa de la cultura misógina en la que vivimos y que no pretendiera que en este sistema ella negara sus necesidades, se sacrificara por sus hijos y compensara los fallos de los hombres”. Skinner añade en este punto: “Siempre insistió en que lo que sucedió era algo entre mi padre y yo. Ella no tenía nada que ver”.
En 2005, ya muy desvinculada de toda su familia, Skinner denunció a Fremlin ante la policía de Ontario. Su padrastro se declaró culpable para poder llegar a un acuerdo. “Gracias a que conservé muchas de las cartas que Fremlin me envió, se consiguió esa sentencia”, afirma. “Me sentí satisfecha, nunca quise que lo castigaran”.
Tras el nacimiento de sus gemelos, cuando ella tenía 36 años, terminó el contacto con su madre. Gracias a la terapia comenzó a darse cuenta de que no era culpable de lo que había sucedido. “Me enamoré de un hombre bueno, me casé con él y tuve hijos”. Fue entonces cuando empezó a trabajar con menores que hubieran pasado una situación similar a ella haciendo terapia con caballos. Se desvinculó también del resto de su familia: “Guardarme mi dolor era la manera de ayudar, hacer el mayor bien para el mayor número de personas”. Con 49 años, sus hermanos volvieron a contactar con Skinner. “Ahora, ocho años después, han vuelto a mi vida y la curación sigue”.
“Cuento esta historia, mi historia, porque me gustaría que formara parte de los relatos que cuenta la gente de mi madre. No quiero volver a leer una entrevista o biografía que no confronte la realidad de lo que me sucedió. Nunca me reconcilié con ella, no me culpo de no haber arreglado las cosas o haberla perdonado”, concluye Skinner. “Mucha gente influyente supo parte de mi historia y aun así contribuyeron a una narrativa que era falsa. Parecía como si nadie creyera que la verdad debía decirse jamás, que nunca se diría. La fama de mi madre contribuyó a que el silencio continuara. Hasta ahora”. La denuncia de Skinner convierte paradójica y tristemente a Munro en una de esas mujeres que habitaron su obra, mujeres en diferentes etapas de la vida, mezcla de “gente corriente y temas extraordinarios”, según el obituario que le dedicó el diario The New York Times en mayo.
Babelia
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