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tribuna
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Contra la mala politización

La polarización intenta cohesionar a los partidarios con el temor a un pasado en el que gobernaban los otros, en vez de ofrecer una ilusión compartida por el futuro

Contra la mala politización. Manuel Cruz
EVA VÁZQUEZ
Manuel Cruz

Nada contribuye más a la despolitización de la ciudadanía que una mala politización. Parecen haber quedado definitivamente atrás aquellos tiempos en los que lo que resultaba objeto de preocupación para muchos era la atonía generalizada, el hecho de que el espacio público fuera un ámbito relativamente plácido, apenas agitado artificialmente por algunas polémicas que no cumplían más función que la de mantener la ficción de que existían profundos antagonismos entre los dos grandes partidos. En todo caso, el aparente ruido no impedía que ambas formaciones alcanzaran acuerdos en lo referido a cuestiones trascendentales que, por su importancia, debían quedar al margen de la confrontación partidista.

Por aquel entonces el lugar común reiterado en mayor medida por parte de los más críticos con el funcionamiento efectivo de nuestra democracia era el de que no cabía estar satisfechos con un sistema que, por más que proclamara que su esencia consiste en que en última instancia la soberanía reside en el pueblo, la real participación de los ciudadanos se reducía a votar cada cuatro años. Pues bien, valdría la pena plantearse si, al margen de que el ruido en el espacio público se haya visto multiplicado por bastantes decibelios, en lo tocante a la efectiva participación de la ciudadanía estamos de verdad muy lejos de lo que tanto se criticaba años atrás.

Me atrevería a afirmar que no nos hemos distanciado mucho de aquel punto. Si se me apura, con una agravante, y es el de que se diría que ha desaparecido del vocabulario compartido el concepto del programa como contrato, la idea de que las propuestas electorales que una determinada formación presenta en campaña implican un compromiso ante sus votantes. Por el contrario, parece haberse extendido entre la práctica totalidad de las fuerzas políticas el convencimiento de que lo que importa no es cumplir con los compromisos, sino minimizar los costes por su incumplimiento. Lo que significa que lo mejor —algunos portavoces de dichas fuerzas incluso se atreven a verbalizarlo— es incumplir cuanto antes lo prometido de tal manera que pase el suficiente tiempo hasta la próxima rendición de cuentas (que en este esquema no se produciría hasta la siguiente convocatoria electoral) como para que los ciudadanos olviden que se faltó a la palabra dada.

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Si no nos enredamos en el detalle de lo más inmediato, resulta del todo evidente que nos encontramos ante una práctica de alto riesgo para la democracia misma. Ya dijo el clásico que lo que con toda seguridad resulta imposible es engañar todo el tiempo a todo el mundo. A no ser que de lo que se trate no sea de contribuir al desarrollo de una ciudadanía exigente y crítica, sino, al contrario, de potenciar la existencia de una ciudadanía compartimentada en diferentes sectores, dispuestos cada uno de ellos a dejarse engañar… solo por los suyos. No es plato de gusto tener que reconocerlo, pero no queda otra: a la vista está que algunas formaciones, con la eficaz colaboración de sus terminales mediáticas, se encuentran consagradas en cuerpo y alma a dicha tarea.

Ahora bien, no es menos cierto que, afortunadamente para la democracia, a estas fuerzas y a sus terminales no les está resultando demasiado fácil alcanzar sus objetivos. El votante menos volátil, el ciudadano que espera de sus representantes que le proporcionen soluciones a sus problemas y no que se dediquen a crearle unos nuevos (los nacionalismos suelen ser expertos en estos menesteres), toda aquella persona, en fin, que entiende que cualquier conjunto de propuestas debe inscribirse en un marco de sentido global referido al tipo de sociedad que considera deseable, no puede por menos que revolverse ante una situación como la que estamos viviendo.

Habrá quien piense que, en el fondo, la única alternativa que se le ofrece a este tipo de votante, si no quiere verse frustrado ante el hecho de que el político a quien apoyó no se siente comprometido a nada, es la de renunciar previamente a cualquier exigencia. Es cierto que tal parece ser en nuestros días, en una mirada superficial, la mejor garantía de no verse decepcionado, pero no habría que apresurarse a tirar la toalla y renunciar a toda posibilidad de corregir errores y enderezar el rumbo de las cosas. Entre otras razones, porque una determinada manera de entender la volatilidad, la que supone que vivimos en una época de absoluta desmemoria en la que el ciudadano no conserva ningún recuerdo de experiencias colectivas pasadas, en modo alguno describe adecuadamente lo que podríamos denominar el imaginario colectivo dominante en nuestros días.

Tanto es así que —se me disculpará la rotunda simplificación— cabría afirmar que lo que alimenta la polarización entre bloques, la munición que permite mantener cohesionados a los propios, es el miedo que cada uno de ellos agita al retorno de un determinado pasado. El paralelismo llega a un punto en el que incluso la formulación gramatical puede llegar a coincidir parcialmente: “Quieren que regresemos a…” (y aquí cada bloque alude al pasado que más atemorice a los suyos). En el fondo, esta es la paradoja que en gran medida atenaza a una parte de nuestras formaciones políticas: a ratos desearían unos ciudadanos desmemoriados (ante sus incumplimientos), a ratos necesitan que no olviden determinados episodios (los que pueden activar el miedo a sus adversarios).

Pero en democracia lo que sobre todo debería cohesionar a los propios no es el temor a un particular pasado, sino la ilusión compartida por un cierto futuro. Es a esto a lo que denominábamos en el arranque del presente texto “una mala politización”. Y es mala porque implica, por parte de las formaciones políticas que así operan, el escamoteo del lugar al que se pretende ir a parar. Habrá quien piense que dicho escamoteo no deja de ser una forma como otra cualquiera de tener las manos libres y disponer de un mayor margen de maniobra para cualquier movimiento táctico, pero yo creo que, aunque lo pueda parecer, semejante actitud no deja de significar pan para hoy y hambre para mañana.

Yendo a un plano más concreto: tengo serias reservas de que al proyecto federalista que se supone que mantiene el PSOE le convenga a largo plazo tener como únicos posibles aliados o bien a fuerzas partidarias de la confederación, como las que hoy se integran en Sumar, o, peor aún, a fuerzas partidarias de la independencia. Como tampoco resulta demasiado coherente en principio que la derecha reivindique con tanta insistencia la convocatoria del órgano más federal existente hoy en nuestro organigrama político, la Conferencia de Presidentes, pero se muestre refractaria a cualquier modificación constitucional en clave federalista. ¿No resultaría más razonable que izquierda y derecha intentaran alcanzar algún tipo de acuerdo al menos en este punto?

La derecha ha de aprender a trabajar su rabia a fin de convertirla en combustible eficaz para la acción política, en vez de utilizarla con el exclusivo propósito de mantener viva la llama del resentimiento. La izquierda, por su parte, debería recordar que el modelo de “partido a partido” de Diego Pablo Simeone, aunque al final se consiga terminar ganando cada envite por la mínima, en modo alguno puede pretender constituirse en estrategia. A no ser, claro está, que se juegue sin campeonato alguno en el horizonte y que cada partido represente un fin en sí mismo, cosa que a veces uno no tiene más remedio que sospechar que es lo que efectivamente ocurre.

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