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tribuna
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¿Liberadores u ocupantes? Los monumentos soviéticos de la discordia

Vladímir Putin considera un ultraje el ataque a los memoriales del Ejército Rojo e idealiza la II Guerra Mundial; la realidad es que en la propia URSS no se les tenía tanta reverencia a aquellos soldados

¿Liberadores u ocupantes? Los monumentos soviéticos de la discordia. Xosé M. Núñez Seixas
sr.García
Xosé M. Núñez Seixas

El pasado 13 de febrero, Rusia emitió una orden de detención contra la primera ministra de Estonia, Kaja Kallas, y su secretario de Estado por destruir monumentos de homenaje a los soldados soviéticos que en 1944 expulsaron a los alemanes y reincorporaron a la URSS un país que había sido invadido previamente en agosto de 1940. La orden de busca y captura se extendió después a mandatarios de otros Estados. Según el portavoz del Kremlin, serían responsables de un “ultraje” a la memoria histórica y al honor de Rusia.

No es nuevo. Vladímir Putin hace del recuerdo de la Gran Guerra Patria —nombre oficial de la contienda germano-soviética entre 1941 y 1945— un arma propagandística exterior, como ya hizo en febrero de 2022 al invadir Ucrania. Esta vez no acusa a los vecinos de fascistas, ni siquiera de revisionistas, sino de ultraje a la memoria de los caídos del Ejército Rojo. Según el discurso oficial del Kremlin, como en la URSS de Breznev, aquellos habrían ofrendado su vida por la patria (soviética y rusa) y por la liberación de Europa oriental del fascismo invasor. Y, por tanto, su memoria sería sagrada.

La Europa oriental liberada —y/o ocupada— por el Ejército Rojo tras mayo de 1945 asistió en poco tiempo a la inauguración solemne de grandiosos monumentos y memoriales, desde Viena hasta Berlín, Budapest y Varsovia, además de cientos de cenotafios y monumentos funerarios. Estaban a veces plagados de lemas propagandísticos de la Gran Guerra Patria, como en Treptow, Tiergarten o Schönholzer Heide (Berlín), junto a las alusiones a la solidaridad antifascista o a la madre patria que llora a sus hijos al tiempo que llama al combate. Otros eran austeras estelas funerarias, o estatuas con motivos clásicos. El culto a los caídos se combinaba con el énfasis en la hermandad entre los pueblos —el soldado que sostiene en brazos a una niña mientras su espada reposa sobre una esvástica vencida, como en Treptow—, la liberación del fascismo y, a menudo, la glorificación de Stalin, cuyos edictos o frases se reproducían. Empero, el significado último de esos monumentos era otro: el sacrificio de sus soldados legitimaría a la URSS para imponer su sistema político en la Europa ocupada, lo que ocurrió en casi todas partes salvo en Austria, o allí donde los partisanos autóctonos, como en Yugoslavia y Albania, se autoliberaron.

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La grandiosidad de los memoriales soviéticos en la Europa ocupada contrastaba con los humildes cenotafios que en la propia URSS recordaban a los héroes locales, a menudo retirados tras mayo de 1945. Stalin temía que el culto a los caídos rememorase los costes humanos de la guerra, parte de ellos imputables a sus absurdas decisiones estratégicas, y empoderase a millones de soldados retornados, mutilados y familias diezmadas que esperaban que su sacrificio durante la contienda tuviese alguna compensación en términos de libertad y bienestar. Así, el Día de la Victoria (9 de mayo) pasó de ser festivo a laboral en 1947; apenas se rodaron películas sobre la guerra, salvo para glorificar al dictador; y la historia oficial del conflicto destacaba la omnisciente dirección estratégica y política del generalísimo, cuyo triunfo se sustentaría en las políticas de colectivización agrícola e industrialización que habían modernizado la URSS. De los millones de vidas soviéticas que costaron esas decisiones, ni palabra; incluso se ocultaba el número preciso de los caídos en la guerra. Solo en época de Breznev se construyeron los grandes memoriales dedicados a la Gran Guerra Patria, de Volgogrado a Murmansk, pues aquella pasó a ser la hazaña colectiva de los pueblos de la URSS, su auténtica gesta fundacional.

Durante 40 años, los monumentos y memoriales fueron objeto regular de homenajes por destacamentos militares, autoridades locales y pioneros comunistas. Las poblaciones de la Europa sovietizada contemplaban esos lugares de memoria con frialdad; también con respeto, si eran cementerios de guerra. A menudo les pusieron motes irónicos que recordaban las facetas más lúgubres de la liberación soviética, las violaciones y saqueos. El memorial de Viena fue apodado Monumento de los Guisantes, alimento distribuido a los civiles por los ocupantes en 1945; el monumento a la solidaridad soviético-polaca del barrio de Praga (Varsovia) inaugurado en 1945 fue bautizado como los Cuatro Durmientes, pues la postura indolente de algunas figuras evocaría la falta de auxilio soviético al alzamiento antinazi de agosto de 1944. En otros casos, devenían directamente en monumentos al violador o al saqueador desconocido.

Tras 1990, los Estados pos-soviéticos tuvieron distintos comportamientos hacia esa herencia patrimonial no deseada. La Alemania reunificada la respetó, en cumplimiento de los acuerdos suscritos con Borís Yeltsin. Los monumentos soviéticos siguen en pie en todo el país, sin actos vandálicos; incluso, se ha ampliado el elenco de “víctimas soviéticas de guerra” en suelo alemán a trabajadores forzados y prisioneros de guerra. Todo lo contrario que en Rusia, donde se venera sobre todo a los héroes y no a las víctimas, cuya caracterización es aún objeto de debate.

Por su parte, los gobernantes poscomunistas o prorrusos en otros países tendieron a nacionalizar esos monumentos para ensalzar el aporte propio al sacrificio soviético, como sucede en Bielorrusia. En Polonia, Hungría y los países bálticos se pasó del rechazo a la indiferencia, con distintos matices. En Budapest pervivieron la gran estatua que corona la ciudad, aunque resignificada, y el céntrico obelisco a la victoria soviética. A veces las estrellas rojas se sustituyeron por símbolos cristianos o nacionales. Entrado el siglo XXI, muchos monumentos soviéticos fueron retirados por ley, lo que se cumplió de modo sistemático en Polonia y, desde 2015, en Ucrania. El escudo de la colosal estatua de la Madre Patria en Kiev, que corona el complejo conmemorativo inaugurado en 1981, ya no ostenta la hoz y el martillo, sino el tridente ucraniano. Pero en casi todas partes se respetaron los cementerios de guerra del Ejército Rojo, al tiempo que se conmemoraba a otros héroes y víctimas, a veces también antiguos colaboracionistas o fascistas locales.

No todos los monumentos eran vistos de la misma manera. El cuándo y el cómo tenían su relevancia. El Parque de la Victoria de Riga, erigido en 1985 para conmemorar el 40º aniversario de la victoria soviética, fue considerado una provocación por el reemergente nacionalismo letón. Las protestas contra la guerra de Ucrania desde 2022 tuvieron como objetivo su desmantelamiento, finalmente ejecutado. Sin embargo, los vecinos deseaban la continuidad del monumento a los “cuatro durmientes” de Varsovia, que solo fue retirado en 2011 con la excusa de la construcción de una línea de metro. Y el Alyosha de Plovdiv (Bulgaria), un grandioso soldado que domina la ciudad desde una colina, constituye para los habitantes un símbolo local, por lo que se han opuesto a su remoción. En cambio, el monumento soviético de Sofía ha sido objeto de imaginativos vandalismos, como su decoración con personajes de Marvel.

Volviendo a Estonia, el majestuoso soldado de bronce de Tallin fue trasladado a un cementerio militar en las afueras de la ciudad, donde también reposan soldados alemanes, estonios y soviéticos. Como ocurre en otros lugares, cada 9 de mayo la nutrida comunidad rusófona se concentra ante esa estatua, devenida en un referente simbólico. Pues los monumentos a los caídos soviéticos se han transformado para los rusófonos de Letonia, Estonia y otros lugares en símbolos nacionales y etnoculturales. Quizá se dirija a ellos, como guiño nacionalista, el gesto de Putin, que obvia sin embargo que la mayoría de los monumentos funerarios soviéticos han sido respetados. Pues no se trata de muertos y honor antifascista, sino de patria e imperio añorado; o de ocupación extranjera, según se mire.

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