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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Putin, el zar plebiscitado

El presidente ruso se apunta la victoria en unas elecciones sin libertad de opinión ni candidaturas alternativas reales

Vladímir Putin
El presidente ruso, Vladímir Putin, participa en los actos de conmemoración del décimo aniversario de la anexión de Crimea, este lunes en la Plaza Roja de Moscú.Maxim Shemetov (REUTERS)
El País

Han sido unas elecciones plebiscitarias, organizadas para obtener la máxima participación y el refrendo de una única opción real, las que han dado a Vladímir Putin su quinto mandato al frente de la Federación Rusa. Contando su período como primer ministro entre 2008 y 2012, Putin se sitúa camino de tres décadas en el poder, superando así el récord de los 29 de Stalin al frente de la URSS. No se ha respetado ninguna de las apariencias de pluralismo que todavía se habían conservado en anteriores comicios, cuando Rusia todavía se sometía al escrutinio del Consejo de Europa, del que fue expulsada en 2022. Sin control exterior alguno, todas las sospechas se ciernen sobre la exclusión de candidaturas alternativas, la campaña electoral, el sistema de votación y el escrutinio.

De la alta participación y del 87% de los votos en favor del presidente en ejercicio no se deduce ninguna legitimidad, sobre todo porque su sistema ha destruido cualquier sombra de pluralismo y libertades políticas al tiempo que ha perfeccionado el control policial de la población, de los medios de comunicación y de la economía. La sospechosa muerte en la cárcel del principal líder opositor, Alexéi Navalni, semanas antes de las elecciones sirvió para cerrar la posibilidad, siquiera remota, de un ejercicio de democracia en Rusia.

Putin preside un país lastrado por una demografía declinante, la huida de parte de sus élites más productivas y la dependencia creciente de China para la conexión comercial y financiera con el mundo y de Corea del Norte e Irán para los suministros armamentísticos. El líder que antaño se codeaba con sus homólogos occidentales cuenta ahora en su contra con una orden de detención de la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra en Ucrania, lo que le obliga a limitar cuidadosamente sus desplazamientos. Su cuarto mandato presidencial estará ligado por siempre a la invasión hace ya dos años del país vecino. Que la población de las zonas ocupadas fuera obligada a votar es otro síntoma de las intenciones imperiales del inquilino del Kremlin.

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Las pretensiones de popularidad que puedan vincularse a sus apabullantes resultados electorales no se sostienen ni sobre la marcha económica de su país —basada en la extracción de hidrocarburos y materias primas y solo estimulada ahora por la industria bélica—ni por el desarrollo de la propia guerra a pesar de la inflexión a su favor que supuso la caída de Avdiivka tras el fracaso inicial de su ofensiva relámpago sobre Kiev, el escaso control del Mar Negro o los ataques sufridos en territorio ruso durante las jornadas electorales. Su intención beligerante, eso sí, continúa intacta.

Solo los más estrechos aliados de Putin pueden celebrar el refrendo que significa para su presidencia. Para el resto del planeta, estas elecciones son una reafirmación en la vocación militarista y amenazante de su régimen. Con todas las figuras de la oposición en el exilio, la cárcel o el cementerio, el periodismo independiente prohibido, cualquier expresión de disidencia perseguida y excluidos incluso los escasos candidatos testimoniales desfavorables a la invasión de Ucrania, la legitimidad de Putin sigue siendo nula. La enfática celebración de su victoria electoral y la exhibición de los resultados coincidiendo con el décimo aniversario de la anexión de Crimea constituyen otra demostración del férreo control al que tiene sometidos a sus ciudadanos y, a la vez, un inquietante desafío para los países vecinos.

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