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Columna
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La gentrificación del arte

Ahora matamos a una de las nueve musas cada vez que se anuncia un producto de OpenAI. El último es Sora

Captura de pantalla de uno de los vídeos de muestra de Sora, la nueva aplicación de OpenAI.
Marta Peirano

El lápiz de la naturaleza, el primer libro de fotografía, fue publicado en fascículos entre 1844 y 1846. “Las placas están impresas por voluntad únicamente de la luz, sin ayuda del lápiz del artista —explica Henry Fox Talbot en una nota aclaratoria para el lector—. Son estampas solares y no, como imaginan algunos, grabados de imitación”. Para Talbot, cuando el nitrato de plata se descompone bajo la lengua del sol, la fotografía resultante era una obra directa de la naturaleza, porque el artista es la luz y el fotógrafo su humilde facilitador. El libro no tuvo éxito, el proyecto terminó a la mitad.

Durante muchos años se rechazó la posibilidad de llamar arte a la fotografía por ser el producto de un proceso mecánico y reproducir la realidad de forma directa, en lugar de ser interpretada por un verdadero artista, que al pintar comunica su visión del mundo con verdadera emoción. Los pintores pidieron protección contra el invento mecánico, especialmente los de retratos, que amenazaban con dejarlos en el paro. En el más famoso de sus ensayos, Walter Benjamin describe cómo el “aura” de la obra de arte, vinculada a su presencia en el tiempo y el espacio, queda virtualmente desplumada en la era de la reproductibilidad.

Lo mismo ocurrió con los primeros sintetizadores y herramientas para hacer música con el ordenador. ¿Acaso se puede ser realmente creativo con elementos pregrabados, llamar arte o música a algo hecho con instrumentos que no son realmente “tocados” por la mano del artista sino disparados desde un teclado o una mesa de mezclas por un vulgar mecánico con ambiciones de autor? Como si, frente a la misma máquina, Kraftwerk estuviera condenado a hacer lo mismo que Aphex Twin. Otros, más modernos, declararon la muerte del artista. Quién puede esperar a Mozart cuando existe Laurent Garnier.

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Parecería que los eones que separan al Switched-On Bach de Wendy Carlos del Vivaldi recompuesto de Max Richter no nos han enseñado mucho. Ahora matamos a una de las nueve musas cada vez que se anuncia un producto de la compañía OpenAI. El último es Sora, un modelo presuntamente capaz de generar 60 segundos de vídeo realista y coherente a partir de un pequeño prompt —una petición—.

Se acabó el cine, ha sido el titular. Parece muy apocalíptico. Yo creo firmemente en la capacidad de la inteligencia artificial para cambiar nuestra manera de hacer y entender el cine, la música y el arte en general. La diferencia entre Sora y la cámara fotográfica o el Roland TR-808 es que la herramienta no pertenece al artista. Está en manos de filtros algorítmicos que deciden lo que es apropiado y lo que no. Parafraseando a Talbot, creo que los algoritmos recomponen el mundo, y el fotógrafo su humilde facilitador. Sólo hay que ver el efecto que ha tenido Spotify sobre la manera de hacer música, Instagram sobre la cirugía plástica o la decoración de interior. El artista necesita comprender la herramienta para poder hacerla suya y usarla con precisión.

Con herramientas como Sora, los parámetros son cambiantes, contextuales, indescifrables y opacos. Las herramientas del capitalismo de plataformas sirven a un sólo amo, que no es el arte, el artista o la audiencia. En este caso, es la junta de inversores de OpenAI.

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