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TRIBUNA
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A la francesa

El desgaste del movimiento independentista catalán ha ido parejo con el crecimiento en su seno de los discursos de extrema derecha y xenófobos

Una mujer musulmana camina por una calle del centro de Ripoll.
Una mujer musulmana camina por una calle del centro de Ripoll.Albert Garcia
Paola Lo Cascio

Fue como un goteo fino desde el principio. Nunca en los estratos de opinión —especialmente digital— de un cierto independentismo faltaron referencias más o menos explícitas al “peligro” que representan las personas migrantes para el proyecto nacional catalán. Ciertamente —y quizás como reflejo de un cierto esencialismo que siempre había estado en una parte de la cultura política del nacionalismo catalán que triunfó a partir de la Transición, así como del momento álgido de la disputa independentista— en un primer momento el blanco de ciertas actitudes francamente xenófobas fueron los catalanes castellanohablantes, aquellos que algunos popularizaron con el nombre peyorativo de nyordos. Sin embargo, en la década prodigiosa del procesismo catalán, todo eso se confundió en el maremágnum de un movimiento que, hasta que fue expansivo, pudo metabolizar esos impulsos dentro de una operación política y cultural —de incierta eficacia, pero muy aparatosa comunicativamente— de un independentismo más rupturista que nacionalista, que, por lo tanto, no estuviese basado en la identidad. Visto más de cerca, siempre pareció ser poco más que un espejismo, antes que una genuina innovación en el campo de las concepciones nacionales. De otra manera, no se explicaría por qué se tuvo que crear una asociación específica de castellanohablantes independentistas como Súmate, de donde, por cierto, procede Gabriel Rufián. Si no era un movimiento identitario, ¿por qué había que singularizar organizaciones a partir de la lengua que hablan los diferentes sectores que lo componen?

Pero es cierto que la proyección de un movimiento integrador, alejado de concepciones esencialistas, como mínimo fue hegemónica en los discursos, por así decirlo, del mainstream independentista durante muchos años. Y se podría añadir que por suerte de todas.

Sin embargo, a medida en que el movimiento perdió fuelle, registró derrotas políticas significativas, redujo su perímetro y, sobre todo, la cuestión independentista salió del centro del debate político —tanto en España como en la misma Cataluña—, ciertos discursos excluyentes dentro de la opinión pública independentista han cobrado una fuerza más significativa.

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La prueba más evidente de ello, como todo el mundo sabe, es la victoria en las elecciones municipales de mayo de 2023 de una candidatura independentista y de extrema derecha —la Aliança Catalana de Sílvia Orriols— en la ciudad de Ripoll, en la Cataluña central. Se argumentará con razón que Ripoll es un municipio de poco más de 10.000 habitantes y, por lo tanto, poco significativo. Por otra parte, hay que reseñar también que voces importantes del independentismo han censurado sin tapujos a la formación política de Orriols. Aun así, hay que extremar la atención sobre lo que pueda pasar, fundamentalmente por tres razones.

La primera tiene que ver con el hecho de que Sílvia Orriols ganó con una campaña nítidamente populista, basada sobre la impugnación del cómo habían conducido el procés tanto Junts como ERC. Y el hastío hacia todos los partidos independentistas tradicionales es un elemento detectado por todas las encuestas de opinión y visualizado claramente en la trayectoria de los últimos años de organizaciones como la ANC, que ya hace tiempo debaten en torno a la oportunidad de presentar una propuesta electoral propia. Dicho de manera sintética, para los de Orriols puede haber agua en la piscina del desencanto de las bases independentistas.

La segunda razón es la tipología de la propuesta de esta extrema derecha: lucha sin cuartel contra las personas migradas —con la asunción sin complejos de la teoría del gran reemplazo—; islamofobia sin complejos, justificada a partir de una defensa de unos valores catalanes y “occidentales” que garantizarían libertades —para las mujeres y el colectivo LGTBI— frente a la supuesta amenaza islámica. Es la receta de la extrema derecha francesa, más digerible que la extrema derecha carpetovetónica nacionalcatólica —y no por ello menos peligrosa— para una sociedad secularizada. Más allá de los Pirineos, el invento tuvo mucho éxito, y, si no se pone remedio, no es descartable que aquí también lo tenga.

Y, finalmente, hay que reseñar entre las razones que preocupan la capacidad que está teniendo esta extrema derecha de marcar la agenda a otros actores. Solo hace falta pensar en las menciones al control de la inmigración de Puigdemont en su conferencia sobre las condiciones de la investidura, en las intervenciones sobre el tema en el Congreso por parte de miembros del mismo partido, así como en la petición de los alcaldes posconvergentes del Maresme de expulsar a los migrantes “multirreincidentes”, apoyada por el mismo Jordi Turull. Y no solo es cosa de Junts: resulta llamativo que la primera reacción a los desastrosos resultados del informe PISA en Cataluña por parte del Gobierno de ERC fuese precisamente culpar a la sobrerrepresentación del alumnado migrante. El Govern rectificó apresuradamente, pero no hay duda de que esa primera reacción dibuja la posibilidad de un sombrío deslizamiento de la conversación pública en Cataluña hacía raíles francamente peligrosos para la cohesión de cualquier sociedad. En las manos de los partidos, los movimientos y las organizaciones democráticas está evitarlo.

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