El secreto de una buena mentira
Los bulos cambian. La estupidez humana es imperecedera
Los humanos somos unos mentirosos compulsivos. La psicología experimental muestra que tanto los hombres como las mujeres mentimos como bellacos, aunque por motivaciones distintas. El hombre miente para parecer mejor de lo que es, y la mujer para hacer que su interlocutor se crea mejor de lo que es. Son comportamientos automáticos sobre los que apenas tenemos control consciente, y cuya erradicación exigiría un entrenamiento atroz y permanente que, francamente, no creo que sea una opción más realista que convencer a un zampabollos de que coma acelgas hervidas.
Lo que sí podemos hacer es detectar las mentiras, y de hecho es lo que intentamos hacer todo el rato. Cuando un tipo intenta venderte una caldera cuando la tuya todavía funciona. Cuando una operadora de telefonía te hace una oferta que no podrás rechazar pero tampoco te hace maldita de Dios la falta. Cuando una startup analiza tu ordenador y encuentra un centenar de fallos espantosos que solo ella sabe resolver a cambio de mil pavos. Los humanos siempre hemos dedicado un montón de atención y energía a descubrir a los mentirosos. Es natural.
Y sin embargo, los farsantes nos las están colando por todos los lados. Y aquí no se trata en absoluto de comportamientos automáticos. Los mentirosos de nuestro tiempo son profesionales que ponen su talento intoxicador al servicio del caos o, peor aún, de los intereses de las petroleras. Por restringirnos al cambio climático, en honor a la COP28, los ciudadanos tenemos que soportar una colección de imbecilidades venenosas como que las placas fotovoltaicas causan una catástrofe ambiental, que la geoingeniería está provocando la sequía española, que el Gobierno ha destruido cientos de presas para dejarnos sin agua, que la ciudad de los 15 minutos es una condena de cárcel para los barrios y que la tuberculosis bovina es un invento de Marruecos para vender su carne a España. ¿Quién se cree esa sarta de sandeces? Respuesta: un deprimente montón de gente. ¿Y por qué se las creen? Esa es una buena pregunta.
El paleontólogo Daniel Ksepka, conservador del Museo Bruce de Greenwich, Connecticut (Estados Unidos), que se ha especializado en fraudes científicos históricos, deduce de sus estudios que las estafas más exitosas son las que ofrecen a los estafados justo lo que ellos más desean. El célebre hombre de Piltdown, presentado en 1912 por el abogado británico Charles Dawson y que todavía seguía engañando a todo el mundo en 1953, era una chapuza bochornosa que podría haber desenmascarado un niño desde el primer milisegundo, pero prosperó porque les dio a los antropólogos británicos justo lo que más ansiaban en la época, el eslabón perdido entre el mono y el hombre.
Si la gente se traga los bulos como si fueran patatas paja, será porque les aporta algo que ellos necesitan creer. Los bulos sobre el cambio climático pueden venir de una petrolera, qué duda cabe, pero quien los acoge está obedeciendo una necesidad íntima, la de creer que el mundo va a seguir siendo lo mismo que hasta ahora, que la gasolina de su monovolumen no calienta el planeta y que hay por ahí mucho moderno que merece un correctivo. Los bulos cambian. La estupidez humana es imperecedera.
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