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Los zombis de Podemos

Mientras los morados deciden si colaboran o van a la confrontación con Sumar, parece imperar la voluntad de quedarse atados para siempre a Pablo Iglesias

Las dirigentes de Podemos Irene Montero e Ione Belarra, durante el traspaso de sus respectivas carteras ministeriales, el 21 de noviembre.
Las dirigentes de Podemos Irene Montero e Ione Belarra, durante el traspaso de sus respectivas carteras ministeriales, el 21 de noviembre.Claudio Álvarez
Máriam Martínez-Bascuñán

No quería ser un partido, quería parecerse al 15-M. No era la venganza de la izquierda, sino la creación de un nuevo nosotros conjugado bajo el lema “no nos representan”. Nacía Podemos envuelto en la égida populista de Íñigo Errejón y el peculiar carisma de Pablo Iglesias: aquel fue el tiempo luminoso de la formación morada y de una generación entera, la del 15-M, bailando el swing de la nueva política. Pero si algo hemos aprendido estos años es que la política siempre está empachada de poder, y quizás por eso esta nunca podrá predicarse como nueva. Aquellos jóvenes venían de volar muy alto con sus consignas, su juventud y su frescura; con esa actitud desafiante que tanto enfadó a la entonces clase dirigente —la casta— y a muchos de sus acólitos mediáticos, con esos mítines tan electrizantes en los que buscaban erigirse en los enemigos del establishment. La frustración de expectativas llegó pronto. Podemos dejó de ser populista, o al menos dejó de seguir la cimbreante escuela de Laclau y Mouffe. Duraron apenas un Vistalegre: catarsis fratricida mediante, allí perdieron un relato más integrador, se metamorfosearon en una izquierda más clásica; se fueron deshojando. Pelearon su entrada en el Gobierno, aunque a medida que se acercaban al poder iban desluciéndose. Hablar de políticas públicas y gestionar siempre es menos sexy que asaltar los cielos. Lograron, eso sí, salir de ese confort metafísico de la izquierda gruñona que, empeñada en buscar la utopía, siempre acaba en el limbo de la oposición. Pero internamente en el partido poco a poco todo se subordinaba a la posición de mando del tándem Iglesias-Montero. Lo demás era accesorio. La “democracia real ya” del 15-M quedaba muy atrás. El CIS de febrero de 2015 (PSOE, 22,2%; Podemos, 23,9%), también.

La sacudida de este martes es la última de la correlación de debilidades que se ha ido decantando de un tiempo a esta parte. Cuando alguien se ve obligado a hacer un movimiento tan brusco es porque está muy debilitado: la previsible salida de Podemos de Sumar es un paso más a través de un camino en el que se seguirán rompiendo, zombificando, mientras se van marchando los pocos nombres y referentes que quedaban. Mientras deciden si colaboran o van a la confrontación con Sumar, parece imperar la voluntad de quedarse atados para siempre a Galapagar. Y quién sabe si ese será el último paso de un proceso político extraordinario que vino para cambiar la democracia hasta que la democracia empezó a cambiar a Podemos. La izquierda vuelve a proyectarse como una confrontación de liderazgos. Y no sabemos si Yolanda Díaz se acordará en un futuro cercano de las enseñanzas de Maquiavelo: en política a los aliados los ganamos o los perdemos, y si los perdemos, nos acabarán intentando hacer daño. Díaz los quiso débiles; Iglesias siempre habló de “humillación y venganza”. En las tertulias de los medios afines a la formación morada, y en la retórica de la propia secretaria general, Ione Belarra, han ido subiendo los grados de ese humillómetro tan de moda en nuestros tiempos. La izquierda parece condenada a acabar dividiéndose en tantas corrientes como personas hasta confirmar el chiste: mete a siete izquierdistas en una sala y obtendrás siete corrientes de escindidos. Más allá de sus perfiles, a Yolanda Díaz le toca ahora poner el énfasis en el proyecto mientras Podemos seguirá practicando eso que Vázquez Montalbán denominaba “la lucidez en la inutilidad del desquite”. La palabra clave de esa frase es “inutilidad”, en un espacio que se ha ido quedando como un cuadro de El Bosco con resaca.

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