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Columna
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El sicariato

El audiovisual lleva más de un siglo tratando de glamourizar el asesinato y ha logrado dotar a las armas de un valor casi erótico, convertidas en un objeto de caricias que delatan la envidia de pene y al día de hoy ya son, directamente, una muestra de la envidia de cerebro

Michael Fassbender, en 'El asesino'.
Michael Fassbender, en 'El asesino'.Netflix ©2023 (EFE/Netflix ©2023)
David Trueba

El turbio intento de asesinato del político Alejo Vidal Quadras en plena calle de Madrid coincidió con el estreno del telefilme de David Fincher sobre un asesino a sueldo. Según las investigaciones, los autores del atentado contra el político español habrían huido en una moto que luego apareció calcinada y a la que se relaciona con un anterior crimen en Francia, por lo que todo apunta a obra de sicarios.

Es llamativo que cuando se quiere prestigiar ese oficio lo llama asesino a sueldo y cuando se le quiere rebajar de categoría ha de consolarse con lo de sicario. Sicario y asesino a sueldo vienen a ser lo mismo que prostituta y escort, dos palabras para un mismo destino. Pero en las palabras, como bien sabemos, se esconden las secretas intenciones de quien las usa. El audiovisual lleva más de un siglo tratando de glamourizar el asesinato y ha logrado dotar a las armas de un valor casi erótico, convertidas en un objeto de caricias que delatan la envidia de pene y al día de hoy ya son, directamente, una muestra de la envidia de cerebro.

Los asesinos a sueldo de la ficción son siempre tipos de pocas palabras, atractivos, fuertes y con vocación de monje cartujo. Ya cuando se representan por mujeres la cosa es de traca, son un cromo. Pues si algo no puede caracterizar al asesino a sueldo de la ficción es la frigidez o pongamos por caso la eyaculación precoz. Los asesinos a sueldo son fríos, pero de alta ebullición erótica, son metódicos pero casi siempre viven al límite y son precisos, aunque no se libran de una paliza bien fotogénica en algún punto del metraje. Los sicarios, no, los sicarios son chavalotes de gimnasio, medio tontos, hiperventilados, que caen siempre en la trampa enemiga y delatan al contratista en el primer coscorrón que reciben. En Ecuador, a los sicarios que mataron a un candidato se los apiolaron en plena cárcel, por si a los ciudadanos les quedaba alguna duda de quien los mandó a faenar.

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Entre el asesino a sueldo y el sicario hay una diferencia parecida a la que va de la escuela flamenca de pintura clásica a la pareja de pintores de brocha gorda que encalan una fachada sin mucho brío. Dime cómo empieza la película y te diré cómo acaba. Si es un sicario, cosido a tiros entre el asfalto y la maleza de un camino de cabras. Si es un asesino a sueldo, tomándose una margarita con una muchacha en bikini en alguna playa paradisiaca.

Los sicarios de la calle Núñez de Balboa pertenecen a este nuevo Madrid que quiere ser Miami y ya ha empadronado sin inmutarse a la mafia del dinero sucio y a las familias corruptas que compran dúplex a tocateja. Si caen en manos de la policía, y no de sus empleadores, podremos enterarnos a lo mejor de en qué rocambolesco giro de guion se fraguó este encargo de venganza tan poco sofisticado. Lo que está claro es que nada está claro y lo que parece es que nada es lo que parece. El audiovisual, con su ramplona devoción por el crimen eleva a auténticos idiotas a la categoría de sofisticados. Pero pasa como con los terroristas, que basta una entrevista para desvelar su notable vulgaridad intelectual.

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