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Columna
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Lo que no nos devolverá la amnistía

La herida profunda no está en la relación Cataluña-España sino en el cuerpo de la sociedad catalana misma, entre los que aquí hemos estado siempre y aquí seguimos

Asistentes a la manifestación independentista convocada por la ANC por la celebración de la Diada, el pasado 11 de septiembre, en Barcelona.
Asistentes a la manifestación independentista convocada por la ANC por la celebración de la Diada, el pasado 11 de septiembre, en Barcelona.Enric Fontcuberta (EFE)
Najat El Hachmi

Yo era una catalana ejemplar, una mora bien integrada hasta que llegó el procés y expresé mi escepticismo. Pensé que era mejor atender primero a las acuciantes necesidades sociales en los años de crisis y que una solución federalista podía ser más viable y eso me supuso ser expulsada a la tierra ahora tan poblada de los botiflers. No es un consuelo que incluso Puigdemont esté hoy en este lado de los catalanes traidores porque lo que hemos perdido por el camino ha sido mucho y algunos ya no volveremos a tener la misma visión que teníamos antes de que todo empezara. Supongo que en esto consiste hacerte mayor y madurar pero a mí me sigue costando poner palabras a la herida todavía abierta en la sociedad a la que me incorporé desde pequeña y que es la mía a todos los efectos.

La herida profunda no está en la relación Cataluña-España sino en el cuerpo de la sociedad catalana misma, entre nosotros, los que aquí hemos estado siempre y aquí seguimos aunque la clase política haya sacudido la convivencia hasta límites peligrosos para la cohesión de una población compleja y diversa. Yo no volveré a ser la misma que antes del procés porque de repente descubrí una parte del catalanismo cuyas ideas podía compartir más o menos (protección y defensa de la lengua y la cultura) erigida en guardiana de esencialismos que creía desterrados. Me di de bruces con un nacionalismo supremacista que a los nuevos catalanes ya no solo nos pedía que habláramos la lengua y valoráramos los elementos culturales particulares sino que además para considerarnos integrados teníamos que ser independentistas. Esto es, que la ideología se convertía en identidad y si no defendíamos los valores del secesionismo caíamos automáticamente del lado de los extranjeros. Esto se difundió desde la derecha pero también la supuesta izquierda desempolvó el viejo cliché del charnego ejemplar, ahora partidario de la Cataluña libre (y ahí sigue Rufián) y quiso ensanchar la base con una deriva comunitarista en la que no le hacía ascos a imanes salafistas y fichaba a mujeres con velo que predicaban en las mezquitas, con hombres y mujeres separados por sexos, las bondades de un país que, a diferencia de la malvada España, trataría mucho mejor a los inmigrantes.

Amnistiarán y pactarán y todo quedará olvidado pero a los ciudadanos nadie nos devolverá los amigos que perdimos por el camino del fanatismo identitario en el que nos metieron los políticos.

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