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Las otras vidas
Tribuna
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Los muertos tutelares

Durante un tiempo pareció que los rituales funerarios se volvían superfluos. Fallecer era algo del pasado, una de tantas costumbres que habíamos dejado atrás en nuestra modernidad personal y colectiva, en nuestra adolescencia impaciente por llegar al porvenir

Los muertos tutelares. Antonio Muñoz Molina
FRAN PULIDO
Antonio Muñoz Molina

En el anochecer adelantado y lluvioso del 1 de noviembre me acuerdo de aquellas velas llamadas mariposas que se encendían a esta hora para honrar a los muertos en las casas donde viví de niño. En aquel mundo tan despojado de todo, las mariposas encendidas eran un lujo de la poesía simple de las cosas. Estaban hechas con unas obleas de cartón, casi siempre recortes de naipes, a cada una de las cuales se añadía una mecha diminuta. Flotaban en un tazón de aceite que nutría la llama. Se ponían en las habitaciones retiradas de las tareas diurnas de la casa, en los dormitorios, sobre las cómodas, en las mesas de noche, en aquellos comedores formales que no se usaban nunca. El calor de la llama provocaba corrientes mínimas que movían la mariposa sobre la superficie del aceite, haciendo que las sombras se desplazaran en el espacio en penumbra, por las paredes en las que colgaban imágenes de santos, o fotos de boda en las que nuestros padres y nuestros abuelos sonreían en una juventud desconcertante. Las fotos que más impresionaban en la claridad incierta de las mariposas de aceite eran las de los muertos antiguos, bisabuelos o parientes a los que nosotros no habíamos llegado a conocer, con algo de bustos funerarios romanos, con marcos oscuros que resaltaban su solemnidad y su lejanía de antepasados. Antonio López García ha pintado cuadros a partir de aquellas fotos, hombres de caras recias y como congestionadas por los cuellos duros de las camisas, mujeres con el pelo liso y la raya en medio, con un aire de tristeza exhausta y vejez prematura.

Aquellos rituales imprimían en la imaginación infantil el misterio de los muertos, que habían habitado aquellas mismas habitaciones, y cuyos rasgos el niño atento reconocía a veces en las caras de los vivos. Era posible que hubieran dormido en aquella misma cama, con sus barrotes antiguos de hierro y de latón dorado; incluso que hubieran muerto en ella, porque casi todas las cosas, todos los muebles, lo que había en la casa, parecían de otra época, muy gastados por el uso, en vísperas de los cambios que iba a traer la primera oleada de modernidad y consumo, las camas bajas, los colchones Flex, las cocinas de gas, las neveras puestas no en la cocina, sino en el comedor o el salón, para que la vieran las visitas, el televisor con sus dos antenas futuristas como antenas de insectos. El agua corriente vino después, y los cuartos de baño y las lavadoras mucho más tarde, cuando por fin desaparecieron de los cobertizos en los corrales las pilas de lavar, sobre las que las mujeres se inclinaban enérgicamente con los codos desnudos, incluso en el invierno, con las manos enrojecidas por el frío y la aspereza del jabón.

En algún momento, algún primero de noviembre, dejaron de encenderse las mariposas de aceite, borradas igual que las mesas de noche con repisa de mármol en las que se habían depositado y las cómodas de volumen imponente, y aquellos colchones de lana que pesaban tanto y en los que uno se hundía bajo el peso de las muchas mantas necesarias para protegerse del frío, en los dormitorios de baldosas heladas. Desaparecieron las mariposas de aceite, y la cal de las paredes dio paso a la pintura sintética y hasta al gotelé, y los retratos dobles de aquellos muertos cuyos nombres ya se habían perdido acabaron en la basura o en los fondos polvorientos de las chamarilerías.

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Durante un tiempo pareció que los rituales funerarios se volvían superfluos. La muerte era una cosa del pasado, una de tantas costumbres, herramientas, objetos, que habíamos dejado atrás en nuestra modernidad, la personal y la colectiva, en nuestra adolescencia hosca y desconsiderada, impaciente por llegar cuanto antes al resplandor del porvenir, a la otra vida en las ciudades. Hasta que tuve 31 años no murió nadie en mi familia. Abuelos, padres, tíos, primos, perduraban indemnes, casi en el mismo papel y con el mismo aspecto que les había conocido desde la niñez, con cambios menores, desde luego, sobre todo porque yo aún no había aprendido a fijarme bien en las personas reales, y menos aún en las que se quedaban atrás, detenidas y fieles en los mismos lugares de los que yo me había ido. Vi a mi abuelo paterno tendido en un ataúd, con sus manos de campesino juntas y curiosamente empequeñecidas sobre un traje oscuro y muy formal que él no habría llevado nunca en vida. Era la primera vez que veía muy de cerca el hermetismo y la lejanía de la muerte en una cara conocida y querida que ya es la de un completo extraño. En el cementerio, mi padre huérfano se abrazó llorando a mí con un desvalimiento que cambiaba de golpe la relación entre nosotros: ahora era yo quien tenía que sostenerlo a él, y no me daba cuenta de que estaba empezando a prepararme para mi propia orfandad futura.

En este anochecer de noviembre de muchos años después me gustaría haber tenido mariposas de aceite para encenderlas en los dormitorios de mi casa en memoria y en honor de los muertos, que ya son tan numerosos, para otorgar una formalidad objetiva a la añoranza, de modo que no la gaste la costumbre ni la deslealtad del olvido. Donde hay forma hay alma, dice Fernando Pessoa. Las velas, las mariposas de aceite, los ramos de flores sobre las tumbas, hacen visible y casi presente la ausencia de los muertos, le dan una forma que restituye su lugar en el mundo, como esas linternas de papel que arden internándose en el mar o deslizándose en las corrientes de los ríos en la fiesta japonesa del Obon, ardiendo y consumiéndose, no en lo sombrío de noviembre, sino en las noches cálidas de agosto, como farolillos en las verbenas de verano.

En la casa donde yo vivía de niño no se habrá encendido ninguna luz esta primera noche de noviembre. En mi calle de Madrid había esta mañana puestos de flores, manchas festivas de color que contrastaban con la luz gris de llovizna, pero las tumbas en las que yo podría ir a depositarlas están muy lejos, y eso me provoca una tristeza súbita, manchada de remordimiento. Donde hay ahora mismo más personas queridas para mí es en ese cementerio en el que asistí como un novato en el luto al entierro de mi abuelo paterno, el primero de todos en el desfile familiar de la muerte. Muy cerca de su nombre está ahora el de mi padre, que se fue también pronto. Los muertos se quedan rezagados en el tiempo, mucho más lentos que los vivos, desalentados por esa fatiga que advertimos en ellos cuando los encontramos en un sueño. La imaginación y la memoria, por sí solas, son demasiado insustanciales o volubles; necesitan un anclaje en las cosas concretas, en rituales, en lugares, en fechas establecidas de conmemoración. Mi padre y mis abuelos van conmigo siempre, en mi recuerdo y en la herencia genética, pero me gusta saber que sus tumbas están en un cierto lugar, y me entristece no haber subido hoy al cementerio y depositado flores en sus tumbas. En otro cementerio, en lo alto de una colina de tierra rojiza, delante de un valle regado por ríos tan caudalosos como los ríos del Edén, hay un hombre y una mujer que quisieron yacer juntos exactamente allí, y a los que también debo una parte de lo mejor de mi vida. No hace falta creer en la inmortalidad del alma para sentir y agradecer la presencia tutelar de los muertos.

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