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Columna
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¿Qué podríamos hacer las mujeres?

Pensábamos que la última palabra estaba en manos de una madre naturaleza que había acelerado su respuesta a tanto abuso y resulta que queremos ganar la partida destruyéndonos los unos a los otros

Una mujer eleva una bandera de Palestina en una manifestación en apoyo a los gazatíes, en Nueva York.
Una mujer eleva una bandera de Palestina en una manifestación en apoyo a los gazatíes, en Nueva York.EDUARDO MUNOZ (REUTERS)
Elvira Lindo

Pecamos de ingenuos. O de idiotas. Pensábamos que la última palabra estaba en manos de una madre naturaleza que había acelerado su respuesta a tantos años de abuso, maltrato y arrogancia antropocéntrica, y resulta que estamos dispuestos a ganar la partida destruyéndonos los unos a los otros. Ha tenido el mundo épocas de masacre, la diferencia es que la capacidad de destrucción del hombre se ha hecho ilimitada, así que no caben comparaciones. A pesar de la Segunda Guerra Mundial, de la Guerra Fría, incluso a pesar de ese bautismo de la destrucción masiva que fue la bomba atómica, el ser humano se guardó siempre bajo la manga esa carta que contenía la esperanza de una redención. Es inútil comparar el presente con aquel siglo XX en el que cupo, a pesar de los millones de muertos, la creencia de la nueva oportunidad, de la paz, la piedad y el perdón, porque jamás ha habido en este mundo tal confluencia de imbéciles violentos con semejante capacidad de devastación. Desde los frentes políticos: los Bolsonaro que azuzan a los violentos cuando pierden; los emergentes Milei, que incitan al caos y al egoísmo asocial; los Orbán, que cercenan libertades y derechos; los Putin, saqueadores de su pueblo a fin de satisfacer ansias imperiales; los Kim Jong-un, capaces de mantener al 20% de su población masculina de los 17 a los 54 años esclavos en el ejército; los Trump y los aún más fanáticos aspirantes que esperan desbancarle; los Netanyahu, que con su estúpida arrogancia no conocen otra respuesta al terrorismo que la matanza de inocentes que claman el derecho, históricamente vulnerado, de tener un lugar en el mundo. Todos ellos sabiéndose poseedores de una capacidad de destrucción que nos mantiene en permanente alerta, arrojándonos a vergonzosas trifulcas locales sobre quién atesora más derechos para ejercer la violencia.

Y, como siempre, las mujeres y los niños, primero: primeros en morir, primeras en sufrir humillaciones, primeras en padecer miedo, primeras en proteger con sus cuerpos el cuerpo de sus hijos, primeras en temblar bajo las bombas. El planeta dirigido por estos tipejos que propagan el odio a través de las armas o por esos otros que poseen nuestro cerebro expandiendo desde sus redes bulos que elevan la violencia, los Musk, Bezos, Zuckerberg, tanto da, teniéndonos engatusados con debates estériles para que nos creamos que gozamos de libertad de expresión. Todavía escucho a quien afirma que la inteligencia artificial es como la imprenta y que los seres humanos siempre hemos tenido miedo al progreso tecnológico. Claro que tenemos miedo, aunque solo sea por ver en qué manos estamos, por estar abrumados ante tal despliegue de poder insensato, por desconocer si en algún momento algún acontecimiento aún más terrible de los que se están produciendo hará que estos millonarios sin escrúpulos desaparezcan de la faz de la tierra.

A menudo me pregunto qué hacemos las mujeres. Si somos conscientes de ser las que más sufrimos de la locura violenta siempre liderada por hombres, si aun sin ser madres tenemos la conciencia de que otras lo son y de que sus criaturas necesitan que velemos por ellas, ¿por qué no actuamos?, ¿por qué andamos enredadas, en esta mínima y privilegiada parte del mundo, en debates inútiles, cansinos, que atienden más a juegos conceptuales que a la vida real de esas otras a las que la discusión por la terminología no las salva ni les mejora la vida? Veo las viejas fotos de las activistas que engrosaron el movimiento pacifista durante la guerra del Vietnam, que alzaron los brazos frente a la Casa Blanca: no defendían solo la vida de los suyos, sino la de madres y niños que estaban en el otro extremo del mundo.

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Solo faltaba el discurso del decepcionante Biden: con la boca pequeña advierte de que no hay que matar civiles y con la grande insta a reforzar la guerra. Y Von der Leyen. Es una broma macabra. Para nosotras la paz es un estado de primera necesidad, urgente.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.
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