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Anatomía de Twitter
Columna
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Amar a X

Como la muerte de un famoso, la de una marca puede abrir un vacío que resulta algo ridículo confesar en público

El logo de X sobre la sede de la plataforma, antes llamada Twitter.
El logo de X sobre la sede de la plataforma, antes llamada Twitter.CARLOS BARRIA (REUTERS)

El domingo pasado, una ominosa X blanca que evocaba una cadena de burdeles rumanos sustituyó al pajarillo insignia de Twitter. Tras una decadencia de meses, la marca Twitter dejó oficialmente de existir. Su nueva etapa se anuncia como una plataforma maximalista donde será posible adquirir entradas para Barbie, compartir memes de Ryan Gosling e invertir en Mattel, sin salir nunca de la aplicación. No podemos saber si X seguirá la estela de la china WeChat o implosionará como tantos unicornios de internet, pero es seguro que Twitter pasa a la historia.

En pocos días los tuiteros (¿xeros?) han pasado en directo por todas las fases del duelo. Negación: usuarios y medios de comunicación compartían elaboradas maniobras para seguir viendo el antiguo logo. Ira: “El nuevo logo es oscuro y siniestro, abiertamente masculino, amenazante y poco acogedor, por no decir obsesionado consigo mismo” (@Anna_Dillon). Negociación: “Una cosa buena es que por fin siento la cantidad apropiada de vergüenza y autoodio al entrar en esta app” (@BrandyLJensen). Depresión: “Twitter solía ser como una fiesta pijama en el sótano de tu mejor amigo, ahora es como ayudarle a limpiarlo ya de adultos tras la muerte de su padre” (@kibblesmith). Aceptación (de algunos temerarios): “Ya no somos negros de Twitter, ahora somos X-Men” (@bunnies1of1).

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Como la muerte de un famoso, la de una marca puede abrir un vacío que es algo ridículo confesar en público. Especialmente si el público es Twitter. Admitir tristeza real por el fin de la plataforma contradice la ley de hierro de la misma, que es que todo debe mantenerse a una distancia autoconsciente, en un espacio ambiguo entre lo genuino y lo irónico.

Sin embargo, el cambio de nombre de una corporación en San Francisco ha causado un extraño duelo en usuarios de todo el mundo. “Hemos dedicado nuestros años más fértiles al shitposting”, bromeaban las presentadoras del podcast Red Scare, refiriéndose al acto de publicar contenido ofensivo o absurdo con el fin de trolear. Incluso usuarios de perfil bajo o inexistente —mi madre— se han convertido en jacobinos convencidos: “No pueden hacer eso. Twitter es de la gente”.

El duelo pos-Twitter tiene que ver con la realidad contraintuitiva de que Twitter es una experiencia intensamente íntima. Uno se entrega a Twitter en posición fetal en la cama, en el baño, en sus momentos muertos o vulnerables, y Twitter le proporciona un coro de voces algorítmicamente personalizado e intransferible.

Es verdad que las modificaciones de Elon Musk han vuelto las voces cada vez más dispares, lejanas e incoherentes: en mi muro se turnan obsesivamente un experto en trajes que analiza los del rey Felipe VI, Margot Robbie sobre las Torres Gemelas en llamas, una parodia de los hits eurodance de los 2000 y un policía saliendo disparado de un tobogán en Boston. Pero son al fin y al cabo las voces e imágenes que le resuenan a uno por la cabeza, que le repulsan e inspiran tanto como las palabras de amigos y amantes.

El duelo pasa por no saber cómo llenar el vacío nihilista que deja la desaparición de alguien. Cómo reubicar la masa de tiempo y espacio que se dedicaba a esa persona. En el caso de Twitter la transición será fácil: el scroll continuará, los memes se multiplicarán, y el vacío se irá llenando como quien no quiere la cosa en la nueva rutina de amar a X.

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