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tribuna
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El largo camino de Finlandia hacia la OTAN

El ataque de Rusia contra Ucrania en 2022 reavivó los recuerdos de 1939 y fue el catalizador que llevó al país nórdico a solicitar el ingreso definitivo en la Alianza para aumentar su seguridad

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Nicolás Aznárez
Kristina Spohr

El martes 4 de abril de 2023 Finlandia ingresó en la OTAN. Gracias a ello, ahora goza de protección por el deber de defensa colectiva de sus miembros previsto en el artículo 5 del Tratado de Washington y por la capacidad de disuasión nuclear de Estados Unidos. A su vez, la principal contribución de Finlandia a la OTAN “parte de la seguridad y la defensa de nuestro propio territorio”, declaró el presidente Sauli Niinistö, que añadió: “En este sentido, el concepto finlandés de seguridad integral sigue teniendo validez. Pero, subrayó, “ya no tenemos que asumirlo solos”. Es una relación beneficiosa para ambas partes.

En términos generales, el ingreso de Finlandia en la OTAN pone de manifiesto el profundo cambio geopolítico producido en Europa, mientras la guerra de conquista rusa, que fue la razón inicial de que Finlandia decidiera recurrir a su “opción OTAN”, sigue haciendo estragos en Ucrania.

Además, representa un antes y un después histórico. Da la casualidad de que la adhesión de los finlandeses coincidió con un día señalado en Bruselas: el 74 aniversario de la formación de la Alianza Atlántica, lo que demuestra la capacidad de aguante de la OTAN. Para Finlandia, por su parte, esa fecha evocará a partir de ahora la liberación del trauma histórico de una neutralidad impuesta tras la II Guerra Mundial.

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En 2022-2023, este pequeño Estado nórdico situado en el flanco nororiental de Europa, que es miembro de la UE desde 1995, ha ejercido el derecho a elegir libremente su pertenencia a la Alianza con arreglo al principio de igualdad soberana de los Estados consagrado en la Carta de las Naciones Unidas. Y así ha culminado su largo camino hacia la plena integración —política y militar— en el llamado “Occidente institucional”.

Ese cálido y soleado martes 4 de abril, con la nieve del invierno casi derretida, quedará grabado en la mente de los finlandeses. En el rostro de la gente se veía auténtica alegría y en las calles de Helsinki se palpaba una sensación de liberación y confianza. Había comenzado una nueva era.

Ahora bien, ¿por qué significa tanto hoy el ingreso en la OTAN, si a Finlandia le había ido tan bien durante más de siete décadas con su política de no alineamiento, su fe en la autodefensa y su apuesta por la previsibilidad mediante el diálogo, el comercio y la consolidación de la confianza en las relaciones con Moscú?

En 1949, Finlandia había sufrido intensamente las penalidades de la II Guerra Mundial, durante la que habría librado dos guerras distintas contra la URSS: la Guerra de Invierno de 1939-1940, en la que resistieron la invasión soviética durante 105 días, y la Guerra de Continuación de 1941-1944, en la que, como aliados de los nazis, los finlandeses esperaban recuperar los territorios cedidos a la URSS en el Tratado de Paz de Moscú de 1940. Las hostilidades entre Finlandia y la Unión Soviética terminaron definitivamente con la firma del Armisticio de Moscú de 1944, una de cuyas condiciones fue el desarme y la expulsión de las tropas alemanas que quedaran en el territorio finlandés (lo que desencadenó la Guerra de Laponia entre Finlandia y Alemania en 1945).

La II Guerra Mundial concluyó oficialmente para Finlandia y las potencias menores del Eje con la firma de los Tratados de Paz de París en 1947. Pero esos tratados supusieron la pérdida irrevocable de los territorios de Carelia, Salla y Petsamo en el norte —con sus minas de níquel y sus puertos en la costa del mar de Barents— y, en el sur, el arrendamiento de la base naval de Porkkala a los soviéticos. Además, se exigió a Finlandia el pago de 300 millones de dólares (equivalentes a 5.800 millones de dólares actuales o 5.300 millones de euros) en concepto de reparaciones a la URSS, que aceptara su responsabilidad parcial por la guerra y que reconociera que había sido aliada de Alemania, aunque solo de manera informal.

Las presiones de Stalin obligaron a Finlandia a rechazar las ayudas del Plan Marshall. En su lugar, los finlandeses tuvieron que firmar el 6 de abril de 1948 el Tratado de Amistad, Cooperación y Asistencia Mutua (YYA por sus siglas en finés), que les prohibía unirse a ninguna organización considerada hostil a la URSS. En definitiva, Helsinki tuvo que negociar casi en solitario los difíciles acuerdos de posguerra con la Unión Soviética.

No obstante, los finlandeses consiguieron el apoyo político de Suecia en 1949, cuando Noruega, Dinamarca e Islandia se convirtieron en signatarios fundadores del Tratado del Atlántico Norte, puesto que Estocolmo decidió mantenerse al margen y permanecer neutral. Esta posición, dictada tanto por la solidaridad como por los intereses nacionales de Suecia, ayudó a Finlandia a la hora de enfrentarse a su gigantesco vecino oriental en la primera línea de batalla de Occidente en el norte de Europa durante la Guerra Fría. Los finlandeses estuvieron muy agradecidos a los suecos, porque esa composición de fuerzas les permitió iniciar gradualmente la reconstrucción de posguerra y levantar un próspero Estado de bienestar, conservar su democracia e integrarse en la economía mundial.

Aun así, la situación derivó en una política exterior especialmente delicada durante la era bipolar: de orientación “occidental” —apuntalada por la pertenencia al Consejo Nórdico, fundado en 1952, y a la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC), formada en 1960— pero sin dejar de intentar evitar el conflicto con el poderoso Kremlin situado al otro lado de los 1.300 kilómetros de frontera común. Los halcones occidentales de la Guerra Fría acusaron a Finlandia de practicar una estrategia de “apaciguamiento” con el régimen comunista soviético, tanto en el aspecto político como en sus estrechas relaciones comerciales. Los conservadores de Alemania Occidental acuñaron el término “finlandización” —que también adoptó Estados Unidos—, con sentido peyorativo, para designar un país formalmente independiente pero, en realidad, subordinado a un vecino poderoso.

En la práctica, Finlandia se las arregló para conseguir lo mejor de ambos mundos y ser un eslabón importante del comercio Este-Oeste al mismo tiempo que modernizaba su economía y reforzaba los lazos comerciales con Estados Unidos y sus aliados europeos.

Pero la geografía no se puede cambiar y a los vecinos hay que tolerarlos. Para reafirmarse, Finlandia aprovechó todas las oportunidades de destacar su presencia en la escena mundial, acogiendo cumbres de superpotencias y la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE), en la que su capital dio nombre al Acta Final de Helsinki de 1975 —los acuerdos que sirvieron de base al orden europeo que conocemos hoy— o, más recientemente, con su colaboración a propósito de cuestiones medioambientales y climáticas en el Ártico.

Finlandia se esforzó en desarrollar unas relaciones precavidas pero amistosas con Moscú. Sin embargo, la búsqueda del diálogo y los acuerdos siempre fue acompañada de un gran gasto en defensa y unas fuerzas armadas poderosas como elementos de disuasión. En materia de seguridad, los finlandeses se centraron en ser autosuficientes.

“Posteridad, mantente firme y no confíes nunca en la ayuda exterior”, dice la inscripción de la Puerta del Rey, la entrada a la isla-fortaleza de Suomenlinna que protege Helsinki, construida en el siglo XVIII, cuando Finlandia pertenecía a Suecia. Podría decirse que ese es el lema que ha guiado la política exterior finlandesa desde que el país se independizó de Rusia en 1917 hasta hoy. Y, cuando otros países —como Suecia y Alemania— se desmovilizaron después de 1991, Finlandia no cedió y mantuvo el servicio militar obligatorio.

Prevaleció la preocupación que inspiraba un vecino peligroso, incluso después de la caída de la Unión Soviética y la tan ansiada disolución del Tratado YYA soviético-finlandés en 1992. En el fondo, Finlandia siempre conservó su escepticismo sobre los hombres del Kremlin y el rumbo que emprendió la Rusia postsoviética. Ni siquiera las proclamas del presidente Boris Yeltsin de que, con él, Rusia iba a democratizarse y a colaborar con Estados Unidos y Occidente cambiaron ese sentimiento, por más que los años noventa estuvieran llenos de discursos sobre “el fin de la historia” y la esperanza en un mundo más pacífico.

Tras la desintegración de la Unión Soviética, el Gobierno y la población de Finlandia consideraron que lo más conveniente era continuar con sus políticas independientes de seguridad, con el fin de no provocar innecesariamente a los rusos cuando estaban enfrentándose al trauma de dejar de ser un imperio, el caos socioeconómico y una agitación política constante. En 1995, Finlandia ingresó en la UE (junto con Suecia y Austria) y, de esa forma, puso de manifiesto su alineamiento político con Occidente.

Mientras tanto, en 1992 Finlandia había pasado a ser miembro “observador” del nuevo Consejo de Cooperación del Atlántico Norte de la OTAN, un foro creado después de la Guerra Fría, en 1991, para el diálogo y la cooperación con los antiguos adversarios, los miembros del Pacto de Varsovia, incluida la URSS. En 1994 se incorporó a la nueva iniciativa de la OTAN, Asociación para la Paz, que le dio cierta seguridad militar y, con los años, se convirtió en una cooperación muy estrecha que incluía la participación en maniobras militares conjuntas, operaciones de la paz dirigidas por la OTAN (en Bosnia-Herzegovina y Afganistán) e intercambio de información.

A medida que la atmósfera internacional cambiaba, el ingreso en la OTAN se convirtió en algo que los finlandeses estaban dispuestos a solicitar “si las circunstancias lo exigían”. Desde 2004, el Gobierno de Helsinki ejerció formalmente la denominada “opción OTAN”, facilitada por una política de ir eliminando de forma deliberada los obstáculos técnicos para incorporarse a la Alianza, es decir, el desarrollo de la compatibilidad y la capacidad de operar con la OTAN mediante asociaciones, la adquisición de material de defensa y la participación en operaciones durante situaciones de crisis.

Es más, desde el primer ataque de Rusia contra Ucrania, en 2014, Finlandia ha mantenido una relación más estrecha con la OTAN en materia de defensa y ha intentado mantener abiertos los canales de comunicación ruso-occidentales. Es decir, en la dinámica del norte de Europa, Finlandia seguía estando oficialmente fuera de la OTAN pero cada vez ha ido vinculando más su seguridad a la Alianza.

Este frágil statu quo se hizo añicos cuando Vladímir Putin exigió a finales de 2021 el veto a posibles ampliaciones futuras de la OTAN y luego, en febrero de 2022, puso en marcha la invasión rusa de Ucrania. Los finlandeses pensaron que no podían seguir como hasta entonces. Para Finlandia, como también para Suecia, había llegado el momento de replantear sus alianzas militares.

El brusco cambio de la opinión pública y el giro de la mayoría de los partidos parlamentarios (incluidos los socialdemócratas de la primera ministra Sanna Marin) a favor de la adhesión a la OTAN incrementaron drásticamente el margen de maniobra de los dirigentes políticos finlandeses para dar el paso decisivo hacia la adhesión. Y el sólido respaldo del pueblo y el Parlamento sirvió también como señal fundamental de validez democrática para el proceso de solicitud de adhesión a la OTAN. Finlandia actuó con rapidez (siempre a la vez que Suecia) y en julio de 2022 los Aliados de la OTAN ya habían firmado los protocolos de adhesión de los dos países.

Para los finlandeses, el ataque de Rusia contra Ucrania en 2022 reavivó de inmediato los recuerdos de 1939, de los horrores y las dolorosas pérdidas territoriales de la II Guerra Mundial y de lo que tuvieron que esforzarse para salir adelante durante la Guerra Fría bajo la larga sombra del Tratado YYA y el estigma de la “finlandización”.

Es irónico que fuera el propio Putin quien dio a Finlandia la oportunidad de ver y aprovechar la ocasión para incorporarse a toda velocidad a la OTAN. Fue el comportamiento de Rusia lo que hizo que los finlandeses (y los suecos) actuaran con decisión para “aumentar su seguridad” y catalizó la reacción positiva de los Aliados. Cuando Rusia volvió a traer la guerra a Europa, como dijo el presidente Niinistö, se quitó la “careta”.

“No debemos volver a estar solos… Para reforzar nuestra seguridad y garantizar nuestra independencia, debemos entrar en la OTAN. Seguimos teniendo un vecino poderoso y agresivo”, declaró en la primavera de 2022 el líder del partido Coalición Nacional y entonces jefe de la oposición Petteri Orpo, partidario desde hace tiempo de la adhesión. Un año después, su partido ha ganado las elecciones generales del 2 de abril. Y él aspira a formar el próximo Gobierno de Finlandia, país que acaba de convertirse en el miembro 31 de la OTAN.

Finlandia se ha quitado los grilletes de su doloroso pasado político. Siempre fue un país occidental (si se tiene en cuenta que formó parte de Suecia durante 700 años, hasta 1809), pero hoy también ocupa oficialmente su lugar en la OTAN. A partir de ahora, las prioridades en Helsinki son apoyar los últimos pasos de Suecia hacia la adhesión, seguir ayudando a Ucrania a defender su independencia y trabajar, desde una posición de libertad recién encontrada, desde una “posición internacional más fuerte” y con más “margen de maniobra”, en favor de la paz y la estabilidad en Europa.

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