Que no pase frío, que no pase hambre, que no se moje cuando llueve
Este martes, mi amigo Rafa Cabeleira contó en la Cadena SER cómo se ha adaptado a vivir tras un infarto. La noticia de ese infarto cayó en la pandilla como una bomba
Este martes mi amigo Rafa Cabeleira estuvo en la SER contando cómo se ha adaptado a vivir tras un infarto. La noticia de ese infarto cayó en la pandilla como una bomba; por él, por supuesto, pero también por lo que suponía para el resto: desde entonces, cuando tenemos gases, nos encontramos todos en Urgencias. Nacho Carretero, presente en el programa, contó cómo nos lo comunicó: “Amigos, ya ocurrió”, que me recordó a cómo Eduardo Haro Tecglen recibió la noticia de la muerte de su hijo, Haro Ibars, de esta forma escueta: “Ya está”. Por supuesto, Cabeleira exageraba: nadie se esperaba su infarto. Pero al mismo tiempo, la forma de comunicarlo tranquilizaba: se entendía que estaba ya fuera de peligro.
“Amigos, ya ocurrió” es una frase fantástica, de la clase de frases que construyen mundos, o los describen, o los delatan. En Léxico Familiar, Natalia Ginzburg cuenta cómo su hermano fue detenido en la frontera italiana cargado de propaganda antifascista y, en un momento de despiste de los guardias, escapó de ellos, se tiró al río y nadó hacia la frontera suiza. Su madre, al enterarse de semejante aventura, juntó las manos “entre feliz, admirada y asustada”, y lo primero que hizo fue exclamar con asombro: “¡Al agua con el abrigo!”. A mí me parece que huir de los nazis tirándote a un río y que tu madre diga, pasando muchísimo de Hitler y Mussolini y llevándose la mano a la frente, “¡al agua con el abrigo!”, demuestra un amor más puro que la madre que elogia sólo la heroicidad: es una madre que está en todo porque no hay madre, aunque esté el Holocausto de por medio, que no esté en todo.
Cuando Amador, el protagonista de O que arde, sale de la cárcel después de varios años y llega a casa, se encuentra a su madre trabajando en la huerta y lo primero que ella dice al verlo es: “¿Tes fame?”.
A mi amigo Rafa Cabeleira, cuando lo subieron a planta, le tocó en la habitación a Claudio Jabois, un hombre de unos setentaypico años de una parroquia de Sanxenxo al que yo no conocía, primo o tío tercero mío, a saber (el apellido Jabois, Javois en el original francés, sufrió una mutación en el registro de la iglesia siglos atrás y el pueblo es cuna de cuanto Jabois haya repartido por el mundo, muchos de ellos emigrantes en América). Llamé a Rafa para ver cómo iba el corazón y me pasó el teléfono para ver cómo iba mi familia. Le pregunté a Claudio Jabois por su infarto y me lo describió de manera genial: “Un arrechucho, unha arritmia rara”. Luego me preguntó él a mí dónde estaba y le dije que en Madrid, y entonces preguntó por lo único que pregunta un viejo gallego cuando descubre que su interlocutor está fuera de Galicia: “¿E que tempo fai aí?”.
Pensé automáticamente en mi padre, en mi abuelo, y en los padres y en los abuelos de mis amigos que, si un día cualquier hijo les llama desde Estocolmo para decirles que ha recogido el Nobel, lo primero que harán será preguntar por el tiempo que hace allí, mientras se escucha a alguien al fondo: “Que se abrigue”. Y eso es lo único que le importa a una familia de una hija o un hijo, así escape de los nazis: que no pase frío, que no pase hambre, que no se moje cuando llueva. Y así tiene que ser siempre.
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