El pesimismo como estado de lucidez
Eduardo Haro Tecglen fue un intelectual de izquierdas sólido, comprometido solo con su inteligencia.
Era alto, su rostro sombrío emergía de un jersey cuello de cisne, su cabeza poderosa se dejaba ver enseguida en la primera butaca de la tercera fila del teatro en las noches de estreno o sobre la extensión craneal de cualquier cóctel literario, nunca en una manifestación callejera. Tenía un aire de intelectual francés en la retaguardia; daba siempre la impresión de que acababa de leer Le Nouvel Observateur, lo último de Sartre, los manifiestos y panfletos que emitían las organizaciones clandestinas. Con el corazón repartido entre el Mayo del 68 y el Vietnam de Ho Chi Minh, hacia el final del franquismo Eduardo Haro Tecglen ejerció de oráculo de la izquierda sumergida desde la revista Triunfo, cuyas páginas fagocitaba a través de varios seudónimos. Fueron sus años de gloria, que por otra parte siempre le fue muy esquiva.
En aquel tiempo, llevar la revista Triunfo bajo el brazo te definía ideológicamente, era un tic en el que se reconocían los progresistas por la calle, pero ninguno de ellos se atrevía a opinar de nada sin leer previamente la doble página donde Eduardo Haro marcaba la pauta del pensamiento correcto que había que adoptar frente a todas las adversidades de la dictadura.
Así trabajaba Haro Tecglen
Nunca escribía directamente de política interior, unas veces por precaución y otras por desprecio. Al final de la década de los sesenta, el ministro de Información Fraga Iribarne había cortado las alambradas de la censura previa, no sin dejar previamente el campo del periodismo sembrado de minas. De hecho, la revista Triunfo saltó varias veces por los aires. Ya no había que llevar las galeradas al ministerio del ramo para que un tipo impresentable tachara con un lápiz rojo a su antojo lo que no le gustaba. Ese escarnio había cesado, pero ahora te jugabas la edición entera a los dados que se echaban sobre el hígado del censor de guardia. En defensa propia, Haro Tecglen había desarrollado una maestría al convertir los análisis de personajes y sucesos de la política internacional en un espejo en el que se reflejaban todos los desastres que sucedían en el interior de nuestro país, y en este ardid literario siempre contaba con la complicidad del lector.
Los oráculos suelen habitar en la trasera de los tabernáculos. Así trabajaba Haro Tecglen bajo un cúmulo de libros y periódicos abiertos sobre la mesa, con las gafas en la punta de la nariz, en la trastienda de la redacción, el cenicero lleno de colillas cuyo humo extasiado era ametrallado por el teclado de la Olivetti. Mientras Luis Carandell se encargaba de recobrar el surrealismo popular a través de Celtiberia show, lleno de lápidas de cementerio, bares de carretera, bodas y bautizos, funcionarios casposos, santorales y milagros, esquelas y escapularios, capeas en plazas de carros, letrillas de coplas y anuncios macabros, que constituían el costumbrismo hortera o salvaje de la España negra, Haro se limitaba a socavar los cimientos de la sociedad con cargas de profundidad no exentas de amargura.
Venía cargado con los recuerdos de niño republicano, de aquellas acacias de abril que fueron aplastadas por una guerra fratricida. Su inconsciente se trabó en un Madrid triste y famélico que siguió a la contienda, las colas del aceite, el racionamiento, los anuncios de permanganato en los urinarios públicos, con el padre periodista represaliado, encarcelado, condenado a muerte, conmutada la pena y desaparecido en combate en medio de la miseria. La amargura existencial de Haro Tecglen se derivaba de haberse visto obligado durante la posguerra, en sus primeros años de periodista en Informaciones y luego como director de La España de Tánger a rendir tributo al dictador mediante crónicas escritas con toda su biología en contra, editoriales y artículos de inserción obligatoria y otros humillantes encargos entre la espada y la pared. Cuando en plena democracia su pluma llegó a convertirse en un acicate perenne contra la extrema derecha, un resabiado se entretuvo en desenterrar de los papeles amarillos de la hemeroteca estas crónicas laudatorias para agraviarle, pero en ese momento Haro Tecglen ya estaba más allá del bien y del mal, solo interesado en vengarse de sí mismo y de la vida propiamente dicha, que tan mal le había tratado.
Su inconsciente se trabó
En sus buenos tiempos de Triunfo, la prosa de Haro necesitaba una calamidad para brillar como un diamante. Ya se sabe que los oráculos se crecen con las malas noticias. En su caso, la depresión era un estado de lucidez y su pesimismo antropológico lo convirtió en guardián del muro de todas las lamentaciones. Un pesimista solo debe contentarse con tener la razón y esperar a que las aguas del Dvina bajen crecidas para arrojarse desde el puente como Ganivet. Los que están contentos con la vida no saben lo que se pierden.
De pronto los tiempos comenzaron a cambiar. Muerto Franco, se acabó la rabia. La respuesta del viento que cantaba Bob Dylan trajo un día la libertad y la democracia a España. Desde el derrumbe de la Segunda República, el ideal del regeneracionismo, el recuerdo de la Institución Libre de Enseñanza y de la Residencia de Estudiantes, el orteguismo y el cultivo de las élites intelectuales habían quedado en suspensión en el aire, un afán de modernidad guardado secretamente como un tesoro en la memoria de una generación aplastada por el franquismo. El diario El País sintetizó ese ideal y, según el juicio de Aranguren, se convirtió en el intelectual colectivo que absorbió todo el material de las revistas Triunfo y Cuadernos para el Diálogo hasta dejarlas sin oxígeno.
Era como ese maqui perdido
Periodistas, escritores e intelectuales que escribían en esas revistas pasaron a hacerlo en este periódico, Haro Tecglen el primero. Como editorialista, redactor todo terreno y crítico de teatro resistió con lucidez pesimista el festín de la libertad. Su oficio de rompeguitarras pronto llegó a captar todo el desencanto que sobrevino al socialismo, y cuando fue relegado a un rincón de las páginas de televisión, que según Tom Wolfe supone la muerte de un escritor, el talento de Haro Tecglen convirtió esa columna trasera en la mejor garita desde cuya aspillera disparaba incluso contra el editorial de su propio periódico. Haro Tecglen era como ese maqui perdido en la serranía o tal vez como ese japonés abandonado en una isla que nunca aceptaron que la guerra había terminado todavía y disparaba contra los aviones que creía de combate cuando en realidad iban cargados de turistas.
La mayoría de lectores de El País abría el diario por su columna, el mejor homenaje que se le puede hacer a un periodista, unos para comprobar la intensidad del vitriolo con que zahería a la extrema derecha y a los recuelos del fascismo; otros para asimilar su resentimiento y amargura como un lenitivo de la vida. Era escaso en el elogio, medía su cordialidad con los compañeros con talento, guardaba un silencio impenetrable ante los imbéciles, se encogía de hombros ante la adversidad, usaba una ironía como refugio de su inteligencia nunca suficientemente valorada. La vida le dio a probar el lado más aciago de eso que se ha dado en llamar familia, pero dentro de la hecatombe, a veces los hijos también engendran a los padres. Uno de sus vástagos, Haro Ibars, nunca dejará de brillar como una de las estrellas de aquel tiempo, cuando parecía que cualquier paraíso estaba al alcance de la mano. Haro Tecglen era un intelectual de izquierdas sólido, comprometido solo con su inteligencia, sin partido ni beneficio, movido por el estímulo de ser un perdedor. En esto no admitía rivales: era el perdedor que primero entraba en la meta.
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