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tribuna
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El séptimo día

El descanso puede protegernos de convertirnos en bestias, salvaguardarnos de la esclavitud, de nuestra capacidad de autodestrucción. Con razón se empieza a defender la improductividad

Un obrero de la construcción toma un descanso frente a unos rascacielos residenciales en Shanghái.
Un obrero de la construcción toma un descanso frente a unos rascacielos residenciales en Shanghái.ALY SONG (Reuters)

El tiempo recrea incesantemente las posibilidades de la vida, escribió la filósofa Jeanne Hersch, en un ensayo reunido en Tiempo y música. La vida se da en el tiempo y en nuestra efímera duración gozamos, creamos, amamos y sufrimos.

Vivimos en el tiempo, sí, pero en el mundo. Al nacer, somos arrojados a este espacio de aparición en el que otras vidas han sido y actuado antes, y otras serán y actuarán después.

Experimentar el tiempo e intervenir sobre el mundo son dos fenómenos ineludibles y trascendentes. Sabedores de ello, los redactores bíblicos, receptores de muchos siglos de experiencia humana, dedicaron el séptimo día al descanso del Creador. Con ello, rindieron homenaje a la creación misma de la idea de descanso.

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Puesto que los humanos del primer relato del Génesis, en el que Dios descansa, están hechos a Su imagen y semejanza (no como en el segundo, en el que Eva sale de una costilla), el reposo bien puede tener como objeto la imitación divina, esto es, mirar atrás, como Él, a la intervención realizada sobre el mundo y valorar su bondad.

Esta pausa del séptimo día, de una séptima parte de nuestras vidas, no tiene nada que ver con “recargar las pilas” o “desconectar” para ser más eficientes, sino más bien dejar que el mundo descanse, salvaguardarlo de nuestra continua intervención. Pero también proteger a la humanidad de ser esclava del reloj y de sí misma; regalarle un día de meditación, alegría y santidad.

Este sentido bíblico del descanso está hoy en peligro de extinción. Vivimos al servicio de un capitalismo voraz que encuentra en la tecnología a un poderoso aliado, un caballo de Troya capaz de penetrar en los rincones más íntimos de nuestras vidas, de provocar nuestra permanente actuación y movilizar nuestro ímpetu productivo y consumista.

Del arte del descanso y del sabbat tratan dos libros sobre los que Ezra Klein conversa en su pódcast (The New York Times) con la crítica cultural Judith Shulevitz, autora de uno de ellos; el otro es del fallecido rabino A. J. Heschel. El periodista y la autora charlan sobre la dimensión moral del tiempo y extraen una lección, idealista, sí, pero nada desdeñable: si encontráramos la manera adecuada de experimentar el tiempo, viviríamos mejor y el mundo sería más justo. Un ejemplo sencillo: las prisas nos impiden ayudar al prójimo, incluso cuando es alguien querido. La velocidad reduce las posibilidades de que nos paremos a echar una mano. No es una cuestión de bondad, es que la aceleración estrecha el mapa cognitivo: no vemos lo que pasa alrededor. Llevar cascos e ir mirando el móvil, reduce el tiempo disponible a mínimos.

Es difícil bajar el ritmo, sustancialmente impulsado por el neoliberalismo y el mal uso que hacemos de la tecnología. Si en Tiempos modernos (1936) Charles Chaplin reflejaba las condiciones laborales provocadas por la industrialización y la producción en cadena, casi un siglo despué, nos vemos trabajando noches, festivos y a demanda inmediata sin previo aviso debido a los llamados teléfonos inteligentes.

El descanso puede protegernos de convertirnos en bestias, salvaguardarnos de la esclavitud, de nuestra capacidad de autodestrucción. Con razón se empieza a reivindicar la necesidad de dislocar la lógica del rendimiento; a defender el derecho a la improductividad, a la calma, a no hacer nada. Una idea tan antigua como el descanso hoy se antoja radical, contracultural y urgente. Requiere una estructura social que lo facilite y lo proteja. Una atmósfera general y colectiva de reposo, en el ámbito físico y en el digital. Por más que cada vez son más las personas preocupadas por desconectar sus vidas del armazón tecnológico, práctica que se conoce como sabbat digital, aún queda trecho.

El tiempo es imperecedero, escribe Hersch, y nadie puede sustraerse a él. Es uno y el mismo siempre, escribe Ramón Andrés (La bóveda y las voces). En él el ser humano vive su exigua duración, que anhela eterna. La ciencia logrará alargar las vidas y estas seguirán siendo efímeras. No podemos incidir sobre el tiempo, pero sí buscar la manera de vivirlo mejor, sin violentarnos tanto.

El tiempo no, pero el mundo sí es nuestro negociado. Según la mística de Luria (compréndase que sus metáforas pueden atesorar siglos de experiencia humana), la creación del mundo tiene lugar con un retraimiento y desaparición de Dios. Olga Tokarczuk lo narra de forma bonita en Los libros de Jacob. De la imagen se infiere que al retirarse y desaparecer, el Creador legó el mundo a la humanidad. Es una explicación respaldada por la etimología: “mundo” y “desaparecer” (divino) comparten raíz en hebreo. Desde entonces, el acontecer del mundo y la salvación humana están unidos, dependen el uno del otro.

Todo lo que creamos y amamos lo devora el curso del tiempo, es cierto, pero nada anula lo vivido, y a la vez, el tiempo recrea incesantemente las posibilidades de nuevas vidas. Está en nuestras manos que esta tierra las acoja.

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