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tribuna
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Kenzaburo Oé baila un pasodoble

El escritor español relata las reflexiones del Nobel japonés de Literatura, durante un encuentro en Tokio, que constituyen una lección sobre algo que va más allá de la creación literaria

El premio Nobel de Literatura, Kenzaburo Oé.
El premio Nobel de Literatura, Kenzaburo Oé.Issei Kato (REUTERS)
Javier Cercas

Decir que Kenzaburo Oé es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo es resignarse a la obviedad: sólo un gran novelista puede escribir La presa, o Una cuestión personal, o Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura, o El grito silencioso. Pero hoy, en el día en que conocemos su muerte, no voy a hablar de su literatura, no al menos del todo, o no en apariencia; EL PAÍS me pide que cuente un encuentro que tuve con él, en realidad una anécdota que ocurrió durante ese encuentro y, aunque ya la he contado otras veces, vuelvo con gusto a contarla: al fin y al cabo, contiene el mejor retrato que puedo hacer del escritor.

Ocurrió en otoño de 2010, en la sede del Instituto Cervantes de Tokio. Para entonces hacía muchos años que la Academia Sueca había premiado a Oé con el Nobel —o, más bien, que la Academia Sueca se había premiado a sí misma premiando a Oé— y que el escritor era, de lejos, el intelectual más influyente del Japón. “Cuando Oé sale a la calle a manifestarse”, me dijo un profesor japonés, “todos nos ponemos detrás de él”. Otro añadió: “Es más querido que el Emperador”. Por su parte, el director del Cervantes me contó que, al cabo de cinco minutos de que anunciaran que Oé tendría un diálogo público con un escritor español en el salón de actos del Instituto, se agotaron las entradas. El escritor, claro está, era yo, que por un momento pensé, aterrado, que iba a tener que entablar un diálogo imposible con un soberbio semidiós envuelto en la pompa y circunstancia de una corte de turiferarios.

Nada más lejos de la realidad. Oé resultó ser un hombrecito minúsculo y sonriente que llegó al Instituto Cervantes solo y se marchó solo, que repartía reverencias por doquier, que hablaba y vestía con una humildad franciscana y que sólo llevaba consigo una humilde cartera de oficinista. De la cual no tardó en sacar unos papeles escritos a mano que se puso a leer, una vez que el moderador del acto nos presentó y le dio la palabra, en medio del silencio reverencial del auditorio. Los papeles trataban sobre Cervantes y sobre Erasmo, pero también sobre la primera novela publicada en japonés por este plumífero. Luego empezó el diálogo. Hablamos sobre todo de Cervantes, pero en determinado momento le pregunté a Oé —que había escrito su tesis doctoral acerca de Jean-Paul Sartre y había importado al Japón la noción de literatura comprometida— qué era para él, tantos años después de que hubiese pasado de moda la expresión, la literatura comprometida.

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Fue entonces cuando ocurrió. Oé volvió a hablar sobre mi novela, recordó una escena recurrente en ella, en la que un joven soldado republicano baila un pasodoble agarrado a un fusil, y dijo que, cuando leyó la novela, no sabía lo que era un pasodoble y se lo preguntó a su hijo Hiraki.

(Paréntesis obligatorio. Hiraki Oé fue un niño nacido con graves deficiencias mentales, tantas que los médicos aconsejaron a su padre que lo dejara morir; pero el novelista —que por entonces acababa de cumplir 28 años y tenía una vida y una carrera literaria prometedoras por delante— no aceptó la sentencia de los médicos, y, tras una operación, su hijo siguió viviendo, y ahora mismo, gracias al amor y los cuidados de sus padres, no solo está vivo, sino que es desde hace años un prestigioso compositor musical. Añadamos que la obra de Oé no se entiende sin Hiraki, y que muchas de sus novelas —entre ellas obras maestras como Una cuestión personal o Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura— constituyen un salvaje esfuerzo moral por asumir su responsabilidad en el destino de su hijo y un esfuerzo imaginativo asombrosamente logrado por ponerse en su piel).

De modo que Oé, según contó aquel día en el Instituto Cervantes Tokio, le preguntó a Hiraki qué era un pasodoble. Su hijo, de entrada, no pudo ayudarle mucho —a él sólo le interesa la música clásica—, pero al final, no recuerdo cómo, los dos dieron con una pieza con ritmo de pasodoble en el preludio de la ópera Carmen, de Bizet, y Oé cogió a su mujer y, en el salón de su casa, se puso a bailar aquella extraña música con ella, ante la mirada atónita de Hiraki, como la había bailado o como imaginaba que la había bailado, en un bosque remoto de un país remoto, setenta años atrás, el soldado republicano de mi novela. “Eso es la literatura comprometida”, concluyó Oé. “Una literatura que te compromete por entero, una literatura en la que uno se involucra de tal modo que no sólo quiere leerla, sino también vivirla”.

Es la mejor lección de literatura que he recibido en toda mi vida. Y no sólo de literatura.

Hoy Japón está de luto. Y yo también.

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