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Tribuna
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¿Adiós a las ONG?

El acrónimo de organizaciones no gubernamentales está anticuado y es un estrechísimo vestido para designar a un sector vibrante y diverso cuya aportación a la sociedad es la solidaridad, la asistencia y la denuncia crítica de la injusticia

Tribuna Cortina 14 febrero
sr. garcía
Adela Cortina

En 1969, el escritor suizo Peter Bichsel publicó un conjunto de historias para niños, una de las cuales llevaba por título Una mesa es una mesa. En ella, contaba Bichsel cómo un hombre mayor, gris y solitario, que llevaba una vida monótona, decidió para transformarla cambiar los nombres de los objetos que le rodeaban y llamar mesa a la alfombra, silla al despertador, y continuar así con todos los demás. Durante un tiempo disfrutó con el juego del nuevo vocabulario, pero llegó un momento en que enmudeció, porque cuando intentaba hablar con otras personas le resultaba imposible entenderse con ellas.

Tenía razón Bichsel. A pesar de la interesada teoría según la cual no hay que asignar a las palabras un significado determinado, sino darles uno u otro según convenga al usuario en cada situación para sacarle provecho, sigue siendo verdad que las cuestiones de palabras son solemnes cuestiones de cosas, y que conviene adjudicar los nombres a las realidades de modo que permitan caracterizarlas para saber de qué estamos hablando. Más aún si tratamos de realidades inmateriales, como sería el caso de organizaciones o instituciones. En estos casos cuidar las palabras es todavía más necesario.

Viene esto a cuento de un nombre tan desgraciado como el de ONG, al que, a mi juicio, sería conveniente decir adiós y sustituirlo por otro más adecuado. Como es sabido, es un acrónimo de “organización no gubernamental” y empieza a utilizarse en 1945. Cuando se creó la Organización de Naciones Unidas, que es una organización intergubernamental, logró que algunas agencias no gubernamentales pudieran obtener el estatus de observadoras en sus asambleas y en algunas de sus reuniones. Serían, por tanto, ONG. Sin embargo, esa denominación que tuvo sentido en su origen debía haber cambiado radicalmente teniendo en cuenta los objetivos a los que se dedican desde hace décadas las asociaciones que reciben tan peregrino nombre y lo que las distingue de otras.

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El Ku Klux Klan no es una asociación gubernamental y a nadie en su sano juicio se le ocurriría considerarla como una ONG. Pero tampoco ayuda mucho añadir, como se ha hecho, que las ONG no tienen ánimo de lucro, porque tampoco parece que organizaciones como la mencionada se muevan por el lucro, sino en este caso por un racismo supremacista intolerable. De ahí que la ONU añada otros rasgos nuevos: una ONG es cualquier organización no gubernamental, siempre que no se mueva por afán de lucro y no sea un grupo criminal ni un partido político. Evidentemente, se trata de añadir rasgos que rompen las costuras del acrónimo originario, pero ni aun así dan en la diana de lo que caracteriza a las organizaciones que componen el llamado Tercer Sector.

La RAE, por su parte, afina más porque se refiere al término ONG como “organización de iniciativa social, independiente de la Administración pública, que se dedica a actividades humanitarias sin fines lucrativos”. Por fin aludimos a las actividades que llevan a cabo, y no solo a lo que no son. Pero, ¿qué es el humanitarismo? En este punto la RAE nos remite a la compasión por las desgracias de otras personas.

Cada vez se hace más patente que el nombre originario hace agua por donde se le mire, es un estrechísimo vestido para unas organizaciones tan vibrantes. Sería muy bueno que las asociaciones a las que hoy se les adjudica ese nombre insulso e inadecuado dialogaran entre sí para encontrar otro con el que se sientan identificadas. Una denominación que, aunque en sentido muy amplio, les sirva de carta de presentación para anunciar qué cabe esperar de ellas y cómo pueden colaborar con los otros sectores de la sociedad. En esta reflexión podría ser de ayuda tener en cuenta que la compasión por la desgracia de los que sufren no es solo empatía, sino también compromiso para ayudarles a salir de su sufrimiento. Conecta estrechamente con ese valor que ha salvado vidas, aliviado penas, apoyado en la tristeza: la solidaridad. Puedo muy bien equivocarme, claro está, pero me atrevería a decir que es el valor que caracteriza a las mal llamadas ONG, como la justicia debería caracterizar al mundo político y la responsabilidad, al económico.

En estos tiempos de polarizaciones y crispación es necesario crear sinergias entre los sectores social, económico y político, pero de modo que cada uno cumpla con la tarea que le corresponde sin cargarla sobre los hombros de los demás. Y que intente cooperar con el resto, si es que aceptamos que la nuestra no es una sociedad tribal, sino una sociedad contractual, “un sistema equitativo de cooperación a lo largo del tiempo, desde una generación a la siguiente”, por decirlo con John Rawls. No debe ser entonces un conjunto de facciones en conflicto que intenta seducir a la ciudadanía con argumentarios falaces para sacar el mayor provecho grupal posible, ni siquiera solo un sistema de convivencia más o menos soportable, sino un sistema de cooperación en el que todos deben conseguir ventajas. Por eso cada palo —cada sector— debe aguantar su vela en este trabajo conjunto.

El poder político legitima su existencia cuando intenta crear las condiciones de justicia que suponen el bien común, haciendo uso eficiente de los recursos públicos, sin favorecer a las personas o regiones que puedan asegurar la permanencia en el poder, manteniendo cuidadosamente la separación entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, defendiendo a capa y espada el orden constitucional y asegurando que nuestro país tenga una presencia respetada y protagónica en el contexto europeo e iberoamericano.

La vela del sector económico consiste en crear riqueza para la sociedad en bienes y servicios y, muy especialmente en estos momentos, puestos de trabajo. Este es el mensaje de la responsabilidad social, que no se reduce a mera acción social, instrumentalizada como un producto cosmético, sino empeño ético, inteligente y justo, en atender a las expectativas de todos los afectados por su actividad. En este sentido, una empresa ética es un bien público.

El sector social, por su parte, se legitima por llevar adelante tareas de solidaridad, por tratar de aumentar el bienestar y el bienser de las personas, en un sentido muy amplio, para que puedan llevar adelante los planes de vida que tengan razones para valorar, por decirlo con Amartya Sen, y ser acogidas en tiempos de suprema vulnerabilidad. En este sentido le corresponderían al menos tres tareas: innovar, sacando a la luz necesidades inéditas en los sectores más desprotegidos y soluciones no estrenadas. Es admirable la enorme cantidad de descubrimientos que han hecho las organizaciones solidarias a lo largo de la historia. Pero también denunciar injusticias desde la crítica, como tantas veces se ha hecho en el nivel local y global. Y, por último, llevar a cabo tareas asistenciales cuando no las hacen aquellos a los que les corresponde. Por poner un ejemplo, en un Estado social y democrático de derecho como el nuestro no deberían existir colas del hambre en instituciones solidarias buscando alimentos para sobrevivir, porque eso es obligación del primer sector.

Podemos preguntar por último: ¿son perfectas estas organizaciones? Por supuesto que no, como nada de lo humano. Tienen que ser supervisadas, han de estar formadas por gentes competentes, actúen voluntaria o profesionalmente, y están obligadas a rendir cuentas. Pero necesitan el apoyo de los demás sectores, no sea que esas cuentas sean más exigentes que las del Gran Capitán: que neguemos nuestra ayuda a quienes desde la solidaridad nos están regalando mucho más que un reino.

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