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TRIBUNA
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Sobre la resiliencia democrática

Mientras dilucidamos cómo solventar las causas del apoyo de parte de la población a líderes populistas, sería imprescindible que nuestros sistemas tuviesen instituciones arbitrales y judiciales fuertes a salvo de determinadas mayorías

Democracia
Fachada principal del Congreso de los Diputados, en una jornada de puertas abiertas.Carlos Rosillo

Los recientes acontecimientos de Brasil y Perú ponen de nuevo de manifiesto el creciente número de episodios de crisis a los que actualmente se enfrentan las democracias y que culminan, en muchos casos, con su quiebra. De hecho, y según el último informe del instituto V-Dem, el 70% de la población mundial se encuentra bajo regímenes no democráticos, frente al 49% que ocurría tan sólo hace una década. Hechos como los acaecidos en estos dos países generan una gran atención debido a las masivas movilizaciones y conflictos violentos que los han caracterizado. Sin embargo, son simplemente el reflejo de una situación generalizada de deterioro democrático que forma parte de un proceso de “autocratización” que también afecta a las democracias más tradicionales. Este se caracteriza por una mengua creciente de su calidad con retrocesos en derechos políticos y de asociación, disminución de los controles al poder ejecutivo, restricciones a la libertad de expresión, ataques a los derechos de las minorías, progresivo deterioro en la calidad de los procesos electorales y cuestionamiento de sus resultados por los perdedores, entre los más significativos. Toda esta progresiva y, a veces, imperceptible degradación de las democracias liberales, constituye, en muchos casos, la antesala de la posterior quiebra. Es por ello por lo que es necesario tomar medidas preventivas cuanto antes.

En este sentido, un número de destacados académicos del mismo instituto V-Dem han mostrado en un reciente trabajo la importancia de la “resiliencia democrática”, que definen como la capacidad que los sistemas democráticos tienen a la hora de prevenir regresiones sustanciales. Como estos autores muestran, la misma se pone a prueba en dos etapas de autocratización. La primera es la que propicia la resistencia de pasar de una “democracia liberal” a una meramente “electoral”. La resistencia a este retroceso se denomina “resiliencia inicial”. La segunda etapa se inicia cuando trata de transformarse a una democracia “electoral” en un sistema no democrático. En este caso, la resistencia a este segundo paso involucionista se denomina la “resiliencia a la quiebra”. En una sucesión de estudios realizada por este grupo de trabajo se evidencia que la clave para que ambos procesos de resiliencia sean exitosos, previniendo el deterioro y la quiebra de la democracia, es tener instituciones fuertes. Esto significa que si queremos propiciar la resiliencia democrática deviene esencial reforzar las instituciones y, con ellas, el imperio de la ley.

En una democracia todas las instituciones deben ser reflejo de la voluntad popular, y, por tanto, deben ser producto de las mayorías que se dan en el Parlamento. Pero esto no significa que determinados actores no las puedan debilitar evitando su renovación y bloqueando sus actividades por contar con un número de representantes que pueden impedir su renovación y, por ende, su funcionalidad. Las instituciones democráticas que sostienen el orden constitucional, incluido el poder judicial, no pueden estar sometidas a los vaivenes de la disputa partidista y de las mayorías diversas, ya que esto nos conduce a una situación de “débil resilencia democrática”, privando a las democracias de los mecanismos más importantes a la hora de defenderse de intentos de retroceso democrático parcial o total. Por este mismo motivo, tampoco podemos pensar que la solución es propiciar las renovaciones a través de mayorías políticas simples. Su renovación debe ser un imperativo, pero al mismo tiempo ser reflejo de una política de renovación fundamentada en el consenso y la responsabilidad democrática de los actores subsidiarios de la misma. Tal vez, como sugiere Sánchez-Cuenca, esto deba ir acompañado de reformas institucionales que fuercen los consensos, como, por ejemplo, instaurar que las decisiones del Tribunal Constitucional requieran de una mayoría cualificada de al menos ocho votos (de un total de 12), eliminando de este modo los incentivos para tener mayorías partidistas simples en dichas instituciones.

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Como ha discutido el reconocido académico Milan Svolik, los procesos de deterioro democrático siempre empiezan desde un “statu quo democrático” en donde los ciudadanos son cómplices directos e indirectos o, la mayoría de las veces, pasivos. Al respecto puede verse lo que está pasando en Brasil y Perú. No sabemos si generar cordones sanitarios en torno a los líderes populistas de extrema derecha o/e izquierda que capitalizan la insatisfacción ciudadana sea la respuesta para parar el proceso de deterioro democrático que dichos líderes persiguen. Sobre este asunto hay evidencias a favor y en contra. Pero mientras tratamos de dilucidar cómo solventar las causas que propician el apoyo de una parte de la población a estos líderes y qué hacemos cuando sus líderes emergen en las instituciones, sería imprescindible que nuestros sistemas democráticos contasen con instituciones arbitrales y judiciales fuertes a salvo de determinadas mayorías, dotándolas de reglas sólidas y claras que fuercen y propicien el consenso y la negociación en su funcionamiento ordinario y para su renovación. Todo ello sin que dejen de ser, al mismo tiempo, también reflejo de la voluntad popular expresada en las urnas. Ese es el principal primer paso y condición necesaria y, sin embargo, suficiente para activar una resiliencia democrática exitosa.

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