Porque no solo la sangre nos une
La familia ha tenido que ir asumiendo que la naturaleza de sus miembros no era la misma en que aquel cine, espejo de la realidad franquista, la retrataba en los sesenta
Esto era un niño de familia humilde. Se llamaba Pedro Mari y vivía en un barrio de la periferia del Madrid de los sesenta, San Nicolás, en donde algunas calles aún no estaban asfaltadas. El chaval tenía 11 años, pero ya contaba con una experiencia insólita en el mundo de la interpretación. Pasó de hacer de pequeño mariachi en el puesto de sus tíos feriantes a salir en una película, La gran familia, en 1965, que se ha convertido con el tiempo en un cuento navideño que programan todos los años en TVE. Pedro Mari no era aquel Chencho al que llamaba desesperado el angelical abuelo Pepe Isbert entre los puestos de belenes de la plaza Mayor, sino Críspulo, un demonio de crío con el que los niños, generación tras generación, nos hemos identificado. Fue al año siguiente de La gran familia cuando Pedro Mari debutó en el teatro de la mano de uno de los más grandes actores que el cine español ha tenido, Paco Rabal. Los dos compartiendo escenario y mucho más, porque Paco Rabal adoptó a aquel chavalillo como sobrino. Con esa voz de hombre de mostrador que le caracterizaba el nuevo padrino advirtió a los productores, “del niño me encargo yo”, y a partir del primer ensayo se tomó muy en serio su papel de tío: ejerció de tutor del espabilado chaval y como familia lo trató toda la vida. El cochazo de Rabal entraba en el barrio de San Nicolás levantando una polvareda de tierra y admiración.
Pienso en esta conmovedora historia, una más de las que recuerda mi querido amigo Pedro Mari Sánchez, que tantas atesora por haber superado la difícil prueba de ser niño prodigio para convertirse en un actor excelente, y esta me hace reflexionar en cómo la vida nos va ofreciendo la posibilidad de crearnos una familia paralela, tan necesaria para sentirnos acompañados y comprendidos como aquella que nos fue dada desde el nacimiento. Este año termina con un balance desastroso en términos de convivencia política, pero hoy quiero detenerme en aquello que nos convierte en un país mejor: este ha sido también el curso en el que se ha reconocido la diversidad y la singularidad que conforma el núcleo de la familia española. Ya no somos aquella gran familia del cine que recibía el aplauso por su condición de numerosa, algo que condenaba a las mujeres al papel exclusivo de madres, esposas y amas de casa. Es evidente que vivimos en un país familiar y eso, paradójicamente, nos ha hecho reforzar el músculo de la tolerancia y la resiliencia. La familia ha sido en muchos casos el soporte de la crisis, pero la familia, a su vez, ha tenido que ir asumiendo que la naturaleza de sus miembros no era la misma en que aquel cine, espejo de la realidad franquista, la retrataba en los sesenta. Cuando se describe a la institución familiar como foco de opresión y censura se atiende tan solo a aquellos hogares en los que no cabe la singularidad, pero por fortuna ya son muchas las criaturas que acuden al colegio sin miedo a ser objeto de burla o de critiqueo por tener dos padres o dos madres, o tan solo una madre. Mandan los lazos del amor y los niños, si son educados en esa creencia, no se asombran ni se mofan. Somos nosotros, los adultos, los que a menudo estamos comidos por prejuicios que contagiamos a los hijos. Por tanto, el que se hayan borrado las barreras legales para que todas las familias, sea cual sea la manera en que han sido creadas, gocen de los mismos derechos, es algo que confirma una tolerancia que ya se respira en muchos hogares y en no pocos centros educativos. Hay excepciones, claro, y existe una corriente reaccionaria y revanchista que desea volver a esquemas que la realidad ha superado con mucho esfuerzo. Pero hoy deseo pensar con alegría, quiero imaginar que no es la sangre lo único capaz de unirnos alrededor de una mesa para celebrar la Navidad sino el amor, que tiene muchos nombres.
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