El prestigio del vinagre
El buen intelectual recoge los premios como si los hubiera perdido y, entre gruñido y gruñido, se va quedando hueco
Se vuelve hacia mí con su majestad de gatopardo y me dice, en su italiano tranquilo, sin efusiones: “Qué suerte tenemos, Sergio, en qué negocio más bonito trabajamos. Qué privilegio es reunir a tanta gente de talento y disfrutar de ello”. No le puedo quitar la razón, y se la doy mientras me pellizco, culpable. Apenas una hora antes, en el hotel, me resignaba a esa cena como un trámite profesional un poco fastidioso. He presentado mi último libro traducido al italiano en un festival de Roma y mis editores me han convocado a un restaurante donde sin duda —pienso— me saltaré la dieta y tendré que charlar en itañol con un montón de desconocidos. Pero Antonio Sellerio, mi elegantísimo editor, que seguramente está harto de estas cenas y de aguantar a escritores plastas como yo, subraya con alegría la suerte que tenemos, y yo me avergüenzo como un niño caprichoso que no quiere ir al cole.
Las palabras de Sellerio me disuelven la gruñonería. Aunque mi bienintencionado editor ha obrado sin saberlo contra sus intereses, pues vendería mejor mis libros si los acompañase la imagen de un escritor de mueca torcida y desdenes misántropos. En el mercado de valores intelectual —que es siempre un mercado de valores morales—, el vinagre cotiza mucho más alto que el azúcar. No es que yo sea un oso amoroso, precisamente, ni que me falten colmillos y garras, pero aspiro a silbarle al lado luminoso de la vida, como los crucificados de La vida de Brian, antes que agarrotarme como un intelectual en pantuflas que riega de bilis toda muestra de felicidad, la ajena y la propia.
Si uno agradece los privilegios que le concede la vida, tendrá que llevar siempre un pañuelo para limpiarse las salpicaduras de vinagre que le caerán y resignarse a ser considerado idiota por quienes se sienten inteligentes y no encuentran mejor manera de demostrarlo que torciendo mucho la sonrisa, hasta que se parezca al gesto de beber algo muy amargo: la hiel del mundo. Hay que dolerse de todo, como Annie Ernaux, que aprovecha el discurso del Nobel de Literatura para hacer cortes de mangas y hablar de venganzas contra quién sabe qué. El buen intelectual recoge los premios como si los hubiera perdido y, entre gruñido y gruñido, se va quedando hueco. A quien se pasa la vida protestando porque —¡qué lata!— otra vez hay ostras para cenar, no le quedan palabras para indignarse por una cartilla de racionamiento. Así estamos, con excedente de vinagre y carestía de palabras.
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