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Ignífuga

Ahora que la educación está devaluada, quizá deberíamos utilizarla para extinguir el ardor de las privilegiadas lenguas del odio que no se sienten responsables de ninguno de nuestros males

Taller infantil en torno a 'Mujer en azul', de Pablo Ruiz Picasso, en el Museo Reina Sofía de Madrid.
Taller infantil en torno a 'Mujer en azul', de Pablo Ruiz Picasso, en el Museo Reina Sofía de Madrid.GORKA LEJARCEGI
Marta Sanz

Ese echar fuego por ojos y boca de una viñeta de El Roto, vocación de dragones incineradores y pasterización a 72 grados durante 15 segundos, hoguera y crematorio —agua helada contra las enloquecidas ministras— no se llama populismo. Se llama fascismo, producto de un rapaz y belicoso siglo XX, que crece ante el adormecimiento de ciertos valores-contrapeso que, no por ser antiguos, son reaccionarios ni invitan a una nostalgia de merienda de mamá: educación, racionalidad, igualdad, justicia sin Talión. Lo que nos humaniza. Sin embargo, sobrevaloramos frescura y espontaneidad, emociones sencillas, de las que alardeamos cuando, por ejemplo, frente a un cuadro sentenciamos: “Es una mierda”, diciendo lo que pensamos sin pensar lo que decimos. Sin iniciar ni un mínimo movimiento hacia la comprensión —el arte solo sirve si me adula— hasta alcanzar el nirvana de no tener siquiera necesidad de mirar. Todo inmediato, breve, literal. Así también comprendemos el deseo de castración y degollamiento para el asesino violador. Empatizamos con el dolor inabarcable de las víctimas frente al que la mediación de la racionalidad nos parece insultante devaluación del crimen. Pero justicia e instituciones no pueden operar desde la bilis, sino tomar distancia y valorar, desde una perspectiva sistémica, los delitos. Recuerdo a las hijas de Ernest Lluch. Su valor, su cordura, su ejemplaridad democrática. Populismo punitivo, espectacularización del crimen, velocidad del gatillo-tecla, mentiras, propagación del miedo hacia los cuerpos frágiles —sin techo, menas, mujeres rojas— se llaman fascismo. En sintonía con el florecimiento de economías neoliberales, que producen desigualdad y malestar, se están rompiendo cáscaras de huevos de víbora. En toda Europa. Giorgia Meloni denuncia a Roberto Saviano. El mundo patas arriba. Convivencias difíciles sobre las que hay que reflexionar críticamente; sin embargo, inventamos el overthinking —comerse el coco—: lacra aplicable al darle vueltas a lo chorra, pero quizá también extensiva a todo pensamiento. Pensar como patología.

La sobrevaloración —inarmónica, chirriante— de una frescura y una espontaneidad que venden colonias y eslóganes demagógicos degrada el concepto de educación: nos ensoberbecemos en nuestras carencias transformando nuestro derecho al capital cultural en odioso elitismo. Enorgullecerse de una carencia social no tiene nada que ver con la conciencia de clase, sino con la renuncia a un derecho. Ahora que la educación está devaluada y poco importa que Froilán no sepa hacer la o con un canuto, quizá deberíamos utilizarla para reivindicar desde abajo y extinguir el ardor de las privilegiadas lenguas del odio que no se sienten responsables de ninguno de nuestros males: tampoco de la cultura de la violación. Buscar las razones por las que un cuadro te parece una mierda es un derecho que acaso transforme un mundo en el que ya no tenemos tiempo ni para la respiración. Es buscar el hueco para tomar aire y pensar quién nos lo está quitando. Cuando hablo de educación no me refiero solo a una selección de contenidos —hay doctos latiniparla que esgrimen su cultura como frontera y objeto suntuario—, sino a una predisposición a mirar, entender, empinarse o escarbar más allá de las cortezas. Comprender el arte, leer con niñas, pensar con tiempo, educarnos, no adormece la rabia por la injusticia y la muerte, a veces incluso las hace visibles. Y nos ayuda a calibrar el poder del fuego —también del asqueroso fuego amigo— para no destruir la vida siempre de la misma gente.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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