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Hablemos de deuda

Aunque no sea deseada, es posiblemente la menos dañina de las variables de ajuste ante eventos como los vividos en estos años. Imaginémos qué habría sido de la economía española sin esta válvula de escape

Tribuna Fuentes 17 Noviembre
Enrique Flores

En algún momento, Europa deberá sentarse a hablar de la deuda pública acumulada en los últimos lustros, tras los estragos causados por la crisis financiera internacional de 2008, la crisis del euro de 2012, la pandemia de 2020 y el actual shock de precios energéticos y alimentarios.

A esa cita del día después deberíamos llegar con la cuestión de las reglas fiscales europeas resuelta. Dichas reglas, de las cuales conocemos ya una primera propuesta, deben contribuir a racionalizar los ejercicios presupuestarios y, en casos como el español, a contener la hemorragia que suponen los déficits primarios persistentes.

A pesar de que la propuesta de la Comisión mantiene los criterios del 3% de déficit y del 60% de deuda, las diferencias con el marco hasta ahora vigente, en suspenso desde 2020, son significativas.

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En primer lugar, se propone simplificar las normas a favor de una regla de gasto primario neto (que excluye el pago de intereses de la deuda y el gasto en prestaciones por desempleo) y en detrimento del criterio de déficit estructural, cuya estimación ha sido objeto de controversia durante años.

En segundo lugar, se ganaría flexibilidad: la Comisión plantea sendas de ajuste a cuatro años, extensibles a siete, en función de la situación de cada país, con la finalidad de no penalizar la inversión y el crecimiento de la economía.

Y en tercer lugar, se pretende una mejora del control, por medio de sanciones más realistas y reforzando el papel supervisor de las autoridades fiscales independientes —Airef, en el caso de España—.

En esencia, es una propuesta posibilista y pragmática, que trata de conciliar crecimiento económico y sostenibilidad fiscal, pero poco ambiciosa. El punto débil de la propuesta es que, aunque estas normas pueden contribuir a corregir el presente (déficit presupuestario), difícilmente bastarán para corregir el pasado (deuda acumulada) y tampoco nos pondrán al abrigo de accidentes como los vividos en los últimos 15 años. Es poco probable que una senda de ajuste presupuestario, por benevolente y voluntariosa que sea, vaya a ser suficiente para conducir las actuales ratios de deuda hasta el 60% del PIB fijadas en el Tratado de Maastricht. De hecho, la propia propuesta de la Comisión suprime el criterio 1/20 para la senda de reducción de la ratio de deuda. Recordemos que la deuda de los países que hoy forman la eurozona nunca ha estado en ese nivel objetivo (su mínimo fue el 66% del PIB en 2007 y su máximo el 99% en 2020 —actualmente se sitúa en el 97%—).

Para lograr algo así harían falta al menos dos décadas consecutivas de vientos favorables: crecimiento elevado, inflación adecuada, tipos de interés reducidos y superávit primario significativo. Nadie sabe cómo va a ser el mundo en los próximos veinte años, pero es razonable pensar que los países de la eurozona van a tener que afrontar en ese tiempo reformas estructurales, recesiones y otros imprevistos (consciente de ello, la Comisión propone mantener la cláusula de escape).

Aunque sea difícil de admitir en una cultura calvinista, la deuda pública no es el resultado de un ejercicio voluntarista de contabilidad nacional. ¡Ojalá bastase con presupuestar ingresos y gastos en la dirección adecuada! El entorno macroeconómico determina la evolución de la deuda tanto o más que el superávit o déficit primario; y en concreto, el crecimiento del PIB, la inflación, las condiciones financieras y el comportamiento cíclico de los ingresos y el gasto en protección social.

Todo lo anterior aconsejaría un acuerdo europeo sobre la deuda, complementario a la reforma de las normas fiscales. Puede que no se den ahora mismo las condiciones para abordar un acuerdo de ese tipo, pero antes o después la racionalidad conducirá a estudiar otras fórmulas que permitan reducir la deuda. Es probable que una parte se perennice en el balance del BCE. Soluciones técnicas de este tipo, y otras más osadas, se han adoptado en el pasado y esta vez no será diferente. La Historia económica está ahí para recordárnoslo.

Ojalá en el futuro se desarrolle una capacidad fiscal común que sirva de estabilizador a la economía de la eurozona. Sería deseable. Mientras eso ocurre, no está de más reflexionar sobre la racionalidad del endeudamiento público. ¿Qué es, concretamente, lo que la deuda de hoy supone a las generaciones futuras?

La respuesta inmediata es que la deuda supone una carga que legamos a las generaciones futuras, al igual que ocurre con los intereses de la deuda que soportamos los contribuyentes de hoy y que tienen su origen en el pasado.

Sin duda, eso es cierto, pero no es todo. A diferencia de las personas físicas, los Estados tiene una longevidad perenne, lo cual les habilita para refinanciar su deuda de manera sistemática, a condición de ser solventes y creíbles. Así, satisfacen los intereses de la deuda pública en tiempo y forma, y cuando un préstamo llega a su vencimiento lo saldan con una nueva emisión de deuda. De esta manera, la carga resultante son los intereses, no el principal de la deuda. Esto significa, en el caso concreto de España, que una deuda del 118% del PIB le supone al contribuyente un coste del 2,2% del PIB anual.

Ese 2,2% son, actualmente, unos 26.000 millones de euros, un volumen más que considerable, si bien muy lejos de los 1,4 billones del total de deuda. Por eso, cuando se afirma que estamos dejando a nuestros hijos o nietos una carga insoportable, no es exactamente así. De hecho, está en mínimos.

En todo caso, esa carga debe ser asumible y, sobre todo, sostenible: porque esos 26.000 millones son recursos que no estamos destinando a otras necesidades de gasto —o a reducir ingresos—, y porque esa cantidad puede incrementarse en función del entorno económico, un riesgo que es mayor cuanto mayor es el volumen de deuda acumulada. De hecho, es muy probable que la carga de intereses aumente en los próximos años, aunque no de manera inmediata ni dramática, dada la normalización de los tipos de interés a la que estamos asistiendo tras una década de excepcionalidad. Nuevamente, son las condiciones macroeconómicas, los mercados financieros y los acreedores quienes tienen la última palabra.

Asimismo, conviene no olvidar que, aunque no sea deseada, la deuda pública es posiblemente la menos dañina de las variables de ajuste ante eventos como los vividos en los últimos años. Si nos parece que la economía española todavía está convaleciente de las últimas crisis, imaginemos qué habría sucedido sin esta válvula de escape que ha permitido, aún con todas sus deficiencias, mantener la cohesión social y sostener el tejido productivo en momentos singularmente adversos.

En cierto modo, el coste de los intereses de la deuda se asemeja al pago de un seguro de riesgo ante eventos sistémicos. Por otra parte, ¿no es razonable que el coste de determinadas inversiones e infraestructuras físicas y sociales que van a beneficiar a más de una generación de contribuyentes se reparta en el tiempo? ¿Qué país dejaríamos en herencia si no fuera por la deuda pública? ¿Es un coste excesivo en comparación con el beneficio que aporta? Sin duda, es necesario reducirla, pero a menudo se nos olvida que la deuda pública, como la privada, tiene su razón de ser.

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