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TRIBUNA
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De árbitros y arbitrariedades

Una consecuencia de la utilización del VAR en el fútbol es que hace fosfatina uno de los inventos más brillantes de la civilización: la capacidad de generar confianza en una institución

Stephanie Frappart consulta el VAR
La árbitra francesa Stéphanie Frappart consulta el VAR durante el encuentro de Liga de Campeones entre el Real Madrid y el Celtic de Glasgow.JUANJO MARTIN (EFE)
Irene Lozano

Era el primer día de clase de latín y la profesora entró en materia a bocajarro explicándonos que el latinajo “Roma locuta, causa finita”, significa que cuando el que manda ha pronunciado su conclusión sobre cualquier asunto, no hay más que discutir. Así dejó claro que en clase la última palabra la tenía ella. De paso, aprendimos que una de las cualidades del poder es esa: tener la potestad de decir la última palabra, que no es una más, sino la definitiva.

A quién otorgamos la facultad de cerrar un asunto dice mucho sobre nuestros procesos de decisión, nuestra organización social y política, las jerarquías. A punto de comenzar el Mundial de Qatar 2022 y dado que en los campos de fútbol la última palabra la tiene el VAR, vale la pena detenerse a pensar qué dice esto sobre nosotros.

El VAR ha incorporado el fútbol al llamado por Shoshana Zuboff capitalismo de la vigilancia: en la liga española, entre 15 y 22 cámaras observan todo lo que sucede en el campo. Se cumplen asimismo los requisitos de la tiranía de la transparencia descrita por Byung-Chul Han: todo ocurre en una sala oscura, en pantallas custodiadas bajo siete llaves a las que casi nadie tiene acceso. La transparencia dicta su sentencia desde la opacidad.

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Se ha impuesto el VAR porque en el mundo del fútbol, como en Sillicon Valley, piensan que la tecnología abolirá nuestros errores humanos. Pero las polémicas arbitrales son las de siempre. Aun así nadie desiste, si acaso se echan en brazos de nuevos refinamientos tecnológicos que mejorarán los actuales. Todo esto dice mucho, no del fútbol, sino sobre nuestra necesidad de confiar en que alguien con capacidades superiores nos salve de nuestra propensión al error.

Durante siglos la última palabra la tuvieron los monarcas absolutos, apoyados en un imaginario acceso a Dios, que algo de su omnisciencia les prestaría. Los papas tenían el don de la infalibilidad, lo que hacía materialmente imposible que se equivocaran cuando hablaban ex cathedra. Podíamos confiar en ellos a la espera del juicio final —la ultimísima palabra—.

Pero Dios murió sin impartir la justicia definitiva y los sistemas judiciales modernos se conformaron con establecer un modesto sistema de recursos que no funciona ya sobre la premisa de la infalibilidad, sino de la convención. Lo describió a la perfección el juez Robert H. Jackson, que tras representar a EE UU en los juicios de Núremberg, ejerció en el Tribunal Supremo. De su sentencia en el caso Brown contra Allen en 1953, se hizo célebre esta reflexión sobre los jueces del Supremo: “No tenemos la última palabra porque seamos infalibles, sino que somos infalibles porque tenemos la última palabra”. Que es como decir: siempre nos equivocaremos, pero podemos repartir con equidad y según reglas acordadas, las consecuencias de los errores. Para ello hemos aceptado atribuir a ciertas instituciones y personas esa última palabra. Por cierto, en latín llamaban arbiter al juez, y de ahí procede nuestra palabra árbitro, así como arbitrariedad, porque la voluntad del juez tendrá siempre algo de caprichosa.

De esa aceptación convencional disfrutaban los árbitros de campo: se equivocaban como los jueces, pero aceptábamos que su palabra era la última, porque alguien ha de tenerla. Ahora son esclavos tiranizados por las imágenes, aturullados ante la precariedad de sus imperdonables limitaciones: solo un par de ojos después de todo. En teoría, el árbitro de campo sigue diciendo la última palabra y puede obedecer o no al VAR. En la práctica, despojado de la convención por la que le concedíamos autoridad, y atrapado en la fantasía de un mundo sin errores, resbala sobre arenas movedizas.

El poder de la última palabra no es, en el caso del VAR, una convención, sino fruto de una pretendida infalibilidad. No es un gran relato, pues no lo confundimos con Dios o con el Papa (al menos de momento), pero es la perfecta encarnación de un pequeño relato posmoderno: el que asegura que la tecnología nos salvará, que no podemos creer ni confiar en nadie salvo en ella, pues viene a acabar con las limitaciones humanas.

El VAR es un gran ejemplo de esa confianza ciega que nuestro Zeitgeist deposita en la tecnología, por eso trasciende el ámbito de la competición deportiva. Dada la popularidad del fútbol, ese petit récit de la tecnología redentora, que nos hace fantasear con recuperar el control, puede estar jugándose su éxito o su fracaso en los campos de fútbol.

Si un día hubiera que acordar hasta dónde permitimos que la tecnología dirija nuestras vidas, algo que deberíamos hacer pronto, lo que millones de aficionados hayan visto tendrá un peso específico. Y lo que yo veo en el campo de fútbol no es que la tecnología supla nuestras debilidades humanas, sino que desnuda de forma radical nuestras carencias (ese escueto par de ojos), y hace fosfatina uno de los inventos más brillantes de la civilización: la capacidad de generar confianza en una institución, no por infalible, sino porque actúa de acuerdo a normas convencionales iguales para todos, aceptadas por todos.



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