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ELECCIONES EN BRASIL
Columna
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Brasil es menos derechista de lo que podría parecer

A pesar de haber sido zarandeado por la ola de una derecha teñida de odios y oscurantismo, el país sudamericano prefiere el equilibrio de una democracia sin extremismos

Juan Arias
Elecciones presidenciales en Brasil 2022
Trabajadores cargan en camiones las urnas de votación que serán utilizadas en las elecciones presidenciales del 2 de octubre, este jueves, en Brasilia.Joédson Alves (EFE)

Tras cuatro años de gobierno de una extrema derecha de tintes fascistas, Brasil llega a las elecciones generales lleno de escombros políticos y sociales, con un clima de odios y desgarros que ha engendrado hasta un aumento de enfermedades mentales. La sorpresa en vísperas de las elecciones, sin embargo, es que los brasileños mayoritariamente siguen firmes, según todas las encuestas, en defensa del régimen democrático y se preparan a dar en las urnas un ‘no’ a un régimen autoritario.

Un estudio hecho por Miriam Leitao, una de las columnistas más solventes de este país y quien fue torturada a sus 19 años durante la dictadura militar, revela que “la conclusión que se saca de todos los sondeos es que, en general, el brasileño tiene posiciones de centro con fuertes preocupaciones sociales y ambientales”. Y subraya que los que se declaran totalmente de derechas son apenas un 27% de los ciudadanos y que, incluso entre los evangélicos, una de las categorías más derechistas, solo un 37% se confiesa de tendencia conservadora.

Es significativo que a pesar del bombardeo de derechismo extremo alimentado en este Gobierno bolsonarista —apoyado sobre todo por las clases pudientes y por los menos escolarizados—, y a pesar del odio derramado contra la izquierda vista como el mal absoluto, el sondeo del Ipec del martes pasado prevé una ventaja de 17 puntos de Lula frente a Bolsonaro, lo que favorece la posibilidad de resolver el pleito el domingo sin necesidad de una segunda vuelta.

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A pesar de que aquí en Brasil la mayoría numérica de los votantes la constituye la clase más pobre —que podría parecer ajena a los valores de la libertad porque están absortos en asegurar su subsistencia, su empleo y su pan en la mesa para los hijos—, un 60% afirma en los sondeos que prefiere la democracia a la dictadura. Y hasta en temas en los que esas masas de pobres suelen sentirse más inclinadas al conservadurismo, se revelan en su mayoría, por ejemplo, a favor del aborto visto como un problema de salud, o contra la pena de muerte, a pesar de ser ellos los más castigados por la violencia institucional y por el crimen organizado.

La constatación de que Brasil aparece como un país equilibrado con preferencias por un centro político con fuertes tintes sociales, explica que en vísperas de las elecciones el 99% de los innumerables sondeos casi diarios, den como vencedor a Lula contra Bolsonaro. Y es que el viejo sindicalista ha tenido la genialidad de intuir el espíritu de la gente y de presentarse como candidato no de la izquierda pura, la de su partido, el PT, sino con una formación de partidos que abarcan desde la izquierda a la derecha democrática.

Ello ha hecho que quedaran a la vez, paradójicamente, eliminados sin posibilidad de victoria los partidos tradicionalmente considerados de centro. Lula los ha abrazado a todos y se prepara para ofrecerles una victoria que revelaría que Brasil, a pesar de haber sido zarandeado por la ola de una derecha teñida de fascismo, odios y oscurantismo, sigue prefiriendo el equilibrio de una democracia sin extremismos.

Una democracia moderna, capaz de devolver al país sus valores, que lo habían hecho soñar con un país de futuro, insertado en la modernidad, sin el escarnio de ser un país capaz de alimentar a medio mundo mientras a sus mesas apenas si llegan las migajas de los que aún se resisten a abordar las grandes reformas. Esas reformas que una política teñida de corrupción e intereses personales impidió llevar a cabo.

El domingo se resolverán una buena parte de los enigmas que mantiene en vilo al país, con miedo incluso a acciones de violencia popular instigados por el ala más extremista del bolsonarismo. El voto va a confirmar, le guste o no al extremista Bolsonaro, por quién sonarán las campanas del gigante americano en el que están puestos los ojos dentro y fuera del país, por su peso no solo económico sino también de gusto por la vida y la felicidad.

Un país que había acuñado el lema “Dios es brasileño”, por las riquezas de todo tipo que les había regalado y la convivencia pacífica de todas las religiones, hoy se sorprende al ver a ese Dios ser enarbolado por el bolsonarismo más radical. Una derecha que ha izado la bandera del oscurantismo, del odio y la violencia entre hermanos amenazando hasta con una guerra civil. Una guerra que sólo existe en la mente enferma de los que pretenden usar la rancia religiosidad de los viejos demonios y de las calderas ardientes de los infiernos, en los que ya no cree ni la Iglesia del perdón y de la felicidad del papa Francisco ni las iglesias evangélicas menos politizadas y más cercanas a los dolores de los más despreciados y abandonados a su suerte.

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