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Tribuna
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Cómo se apellida un nazi

Quien construye su identidad sociopolítica sobre el odio al prójimo necesita encontrar marcas identificatorias, y si no las halla, se las construye en torno a algo tan simple y tan cambiante como una denominación

Castrillo Mota de Judíos
Una de las pintadas antisemitas en Castrillo Mota de Judíos (Burgos).Tomás Alonso (EFE)
Lola Pons Rodríguez

El castellano Selemoh ha-Levi, hijo de Simeón ha-Levi, era el rabino mayor de la comunidad judía burgalesa a finales del siglo XIV. Con cerca de 40 años se convirtió al cristianismo, abandonó la kipá, se colocó la mitra y ejerció como obispo de Cartagena y de Burgos. Al convertirse, se cambió el nombre y empezó a llamarse (así lo conocemos hoy) Pablo de Santa María. La nueva elección onomástica era muy motivada: adoptó el nombre del converso más insigne, Pablo de Tarso, y un apellido de santoral.

Los apellidos como Santamaría, que evocan a santos, se llaman técnicamente hagiónimos y son frecuentísimos en la lengua española. Muchas veces remiten a lugares (hagiotopónimos) que a su vez tienen nombres de iglesias con advocaciones religiosas: unos santos están más bien escondidos dentro de la evolución fonética (Santander desde Sancti Emetherii, Santillana desde Sancta Iuliana), otros resultan claramente reconocibles (San Francisco, Santo Domingo...). Hay cientos de apellidos de santos en nuestros registros; obviamente, no todos remontan a judíos conversos, pero sí consta cierto hábito de los judíos españoles a adoptar esa clase de hagiónimos al abrazar una nueva identidad religiosa: en el mismo siglo XV de los Santamaría burgaleses, el médico aragonés Yosef ha-Lorquí se hizo llamar Jerónimo de Santa Fe; los Santángel, por su parte, fueron otra relevante familia de judeoconversos.

También los lugares cambian deliberadamente de nombre. El pueblo burgalés Castrillo Mota de Judíos se llama así desde 2014, fecha en que sus habitantes, en torno a medio centenar, decidieron olvidar el nombre previo Castrillo Matajudíos por lo hiriente de su connotación. Argüían los vecinos, además, que el viejo nombre del pueblo, constatado al menos hasta el siglo XVII, era “Mota de Judíos” y que alguien, empeñado en sacar pecho y acentuar el carácter de cristiano viejo, lo cambió con mala fortuna a Matajudíos. Lo cierto es que tanto mota (colina en terreno llano) como mata (porción de terreno arbolado) son formantes muy comunes en nuestra toponimia, y aluden a accidentes del terreno y la vegetación, pero con el cambio de topónimo esta localidad se quitaba de encima la aparente resonancia antisemita de un nombre que, paradójicamente, afectaba a un pueblo con una fundamentada tradición judía en sus orígenes: la historia verifica un asentamiento de judíos en la zona huidos de la comunidad hebrea de Castrojeriz.

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Sorprende que a esta población burgalesa se desplacen colectivos nazis a hacer pintadas (cambiando mota por mata) y a quemar contenedores. Leyendo la noticia que hace unos días este periódico publicaba sobre el último episodio de vandalismo nazi sufrido por los ciudadanos de Castrillo Mota de Judíos, me preguntaba cómo se apellida un nazi, si alguno de esos bestias que se dirigen al pueblo burgalés para deshonrar su historia y sus decisiones tendrá apellidos de resonancia judía entre sus antepasados y si se los cambiaría o atentaría contra su propia historia; me preguntaba cuántos de los ancestros de estos quemacontenedores usaron kipá y vivieron en aljamas, en qué clase de pureza absurda puede creer alguien que, como español, no es otra cosa que la suma mezclada de identidades, conversiones, migraciones y destierros.

El proceso es el inverso al que, a miles de kilómetros de Burgos, le ocurre a un escarabajo cuyo hábitat se concentra en unas escasas cuevas húmedas de Eslovenia: un escarabajo ciego, depredador de los otros animales más pequeños que pueblan su hábitat. Esta especie de escarabajo, ignota para quienes como yo no nos dedicamos a la biología o a estudiar coleópteros ciegos cavernícolas, está en peligro de extinción por su nombre: se llama Anophthalmus hitleri, o sea, an-ophthalmus (sin ojos) de Hitler. La bautizó así el entomólogo austriaco Oskar Scheibel en 1933, en homenaje a Adolf Hitler, entonces recién elegido canciller alemán. Feliz y olvidado en su cueva húmeda, lo que ha puesto a este pobre escarabajo en peligro de extinción es algo tan superficial (y desafortunado) como su reciente nombre, porque el hecho de llevarlo lo ha convertido en un insecto codiciado para quienes, con muy dudosos principios y aficiones, gustan de coleccionar todo lo relativo a Hitler y están sustrayendo al escarabajo del hábitat esloveno en el que vive.

Es llamativo, y sería tierno si no estuviésemos hablando de nazismo, que estos vándalos le den tantísima trascendencia a un nombre. Quien construye su identidad sociopolítica sobre el odio al prójimo necesita encontrar marcas identificatorias, y si no las halla, se las construye en torno a algo tan simple y tan cambiante como una denominación. Imagino que, cuando no se tiene muy claro a quién dirigir el odio o la admiración, la vía más fácil para una mente simple es denostar o adorar aquello que de la manera más primaria y superficial pueda sugerirle un nombre. Pero ya es triste que lo más coherente con tu ideología sea perseguir un escarabajo o cambiar por a la o del nombre de una aldea.


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Sobre la firma

Lola Pons Rodríguez
Filóloga e historiadora de la lengua; trabaja como catedrática en la Universidad de Sevilla. Dirige proyectos de investigación sobre paisaje lingüístico y sobre castellano antiguo; es autora de 'Una lengua muy muy larga', 'El árbol de la lengua' y 'El español es un mundo'. Colabora en La SER y Canal Sur Radio.

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